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Reseñas
literarias
Giambattista Basile

Pentamerón: El cuento de los cuentos

por:
José María Contreras
Editorial
Siruela
Año de Publicación
2019
Categorías
Sinopsis
Pocos lectores saben que algunas de las más hermosas fábulas del mundo, desde Cenicienta a El gato con botas, antes de acabar en las páginas de Perrault y los hermanos Grimm, donde todos las descubrimos de niños, fueron recogidas de las tradiciones orales por el napolitano Giambattista Basile, que las publicó a comienzos del siglo XVII en el dialecto barroco napolitano. Su obra, el Pentamerón, fue definida por Benedetto Croce como «el más antiguo, el más rico y el más artístico de todos los libros de fábulas populares» y por Italo Calvino como «el sueño de un Shakespeare napolitano». Aún hoy, en que la mayor parte de sus páginas se han integrado en nuestra mitología íntima, este libro amable y brutal, tierno y plebeyo, sabio y popular, sigue siendo una obra maestra casi desconocida.
Giambattista Basile

Pentamerón: El cuento de los cuentos

Aunque pueda sonar paradójico, los recopiladores de la literatura popular son al mismo tiempo sus verdugos. La naturaleza de esta es gaseosa, aérea, y si no informe, al menos fluctuante; por eso, cuando alguien la fija, cuando la cristaliza sobre el papel y según una versión concreta, la obliga en el acto a dejar de ser popular.

Reconozco que esto puede ser visto de otra manera, de una menos culpable. La literatura popular, herida de muerte por el abaratamiento de los libros, la alfabetización generalizada y el auge de lo escrito en detrimento de lo oral en la trasmisión narrativa, fue conservada in extremis por estos recopiladores, eso sí, al precio de adulterarla. Es al fin y al cabo un ejercicio de taxidermia y, como tal, puede hacerse peor o mejor. Y entre quienes mejor lo han hecho figuran Charles Perrault y los hermanos Grimm. Ahora bien, si se nos pidiera un tercero, no sería arriesgado apostar por Giambattista Basile, napolitano del XVII y autor del Pentamerón, también llamado el Cunto de li cunti.

          El título, por supuesto, está inspirado en Boccaccio; aunque el pretexto para hilvanar historias aquí es otro. Resulta que, por una serie de circunstancias que sería prolijo detallar, una esclava usurpadora, a la sazón embarazada del príncipe Tadeo, sufre un antojo incontrolable de escuchar cuentos. Tan grande es su deseo, que amenaza: «Si no venir gente y cuentos contar, yo puñetazos en barriga dar y a Giorgetillo matar». El apurado príncipe escoge entonces diez mujeres de labia con el objeto de que entretengan a la potencial filicida, al menos hasta que le sobrevenga la hora de «descargar la panza». Fueron cinco días, ergo 50 cuentos, más cinco églogas de propina. Estas scheherezades antiabortistas respondían a los nombres de «Zeza la patoja, Cecca la chueca, Meneca la papuda, Tolla la nariguda, Popa la gibosa, Antonella la cachazuda, Ciulla la jetona, Paola la bizca, Ciommetella la tiñosa y Iacova la perdularia».

          Basta la nómina de narradoras para hacerse una idea de lo que viene. A pesar de que las historias pululaban en el Nápoles de la época, el sello personal de Basile resulta omnipresente. Muchos de los motivos acabarán pasando a la literatura infantil con el tiempo, pero en el Pentamerón se presentan en su versión más cruda y truculenta. Porque aquí se junta el hambre con las ganas de comer, y si a la imaginación popular le gusta lo grotesco, a Basile le chifla. Fue un hombre de letras, un cortesano, pero con un alma chisporroteante y felizmente vulgar.

          Las mujeronas, que mantenían encendidos estos cuentos y se los pasaban como una antorcha, dieron a Basile los temas y él los intensificó con su exuberante manera de narrar. Los conjuros, los aojos, los rosales casamenteros, los cuervos metamorfoseados… todo el aparataje cobra aquí una maravillosa densidad, una carnalidad mediterránea. Basile, barroco militante, nunca se contiene: los discursos directos de los personajes son vomitonas verbales, y si el cuerpo le pide reiterar, que suele hacerlo, reitera hasta quedarse a gusto. Por ejemplo: «el compadre, que como saco descosido engullía, zampaba, papaba, devoraba, embaulaba, embocaba, trituraba, adentellaba, ingurgitaba, manducaba, jalaba, jamaba, tragaba, arrebañaba y arrasaba con todo lo que había en la mesa». Aplausos al traductor.

          Como es habitual en el género, cada cuento se cierra con una moraleja. Muchas cumplen de manera irreprochable la misión de explicitar la enseñanza moral; otras resultan sabrosísimas, sentenciosas y descreídas como esa sabiduría popular de la que provienen y para la que Basile tan buen oído tenía. Un botón de muestra: La que nace hermosa nace esposa; Amar sin padecer no puede ser; Quien tropieza y no cae dos pasos adelanta; La desgracia a la puerta vela, y en la primera ocasión se cuela; Ni mujer ni tela han de mirarse a la luz de la vela; Quien hace aquello que hacer no suele, o te embrolla o embrollarte quiere.

          La edición que tengo sobre la mesa es de Siruela, editorial que lleva años realizando una labor estupenda en este sentido con su Biblioteca de Cuentos Populares, donde acogen antologías victorianas, antillanas, portuguesas, marroquíes… En el caso del Pentamerón, la traducción, ante la que vuelvo a quitarme el sombrero, es de César Palma, la introducción de Benedetto Croce y el epílogo nada menos que de Italo Calvino, otro recopilador por cierto, es decir, otro que ha cumplido con el aciago destino que marcó Oscar Wilde, según el cual «todo hombre mata aquello que ama».