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Reseñas
literarias
Julián Ayesta

Helena o el mar del verano

por:
Gonzalo Núñez
Editorial
Acantilado
Año de Publicación
2021
Categorías
Sinopsis
Cuando apareció en 1952, Helena o el mar del verano fue considerada por un pequeño grupo de entusiastas lectores una de las obras más extraordinarias de la narrativa española de posguerra. A través de los años permanece intacto el poder de sugestión y el lirismo de la escritura de Ayesta.
Julián Ayesta

Helena o el mar del verano

Hay libros, buenos libros, que no logran acordarse con su tiempo. Sucede como con esos amores nonatos en los que los implicados se encuentran en momentos vitales diferentes o en los que uno de los dos no está preparado. Gesualdo Bufalino escribió sus mejores obras tras la Segunda Guerra Mundial, pero no las publicó hasta los años 80, una vez pasado lo que él denominó la «glaciación neorrealista». Helena o el mar del verano, la única novela (más bien ‘nouvelle’) del diplomático Julián Ayesta, se publicó en su tiempo, sí, en el año 52, pero pasó de manera discreta entonces y ha ido ganando peso en las reediciones de los últimos años. Alguien no estaba preparado.

Hay motivos para entender que este librito excelente, único, no lograra hacerse un hueco en los manuales de literatura española. Para empezar, es la única novela de un hombre que llevó algunos dramas al teatro y parió una colección de cuentos, pero se dio por satisfecho con esta incursión en la narrativa de mayor calado. De haber perseverado, o de haber invertido más en esta obra concreta (que a veces puede resultar un aperitivo), el nombre de Ayesta como autor podría haber calado más.

Para seguir, es un libro fuera de su marco: aquellos eran los años de la novela realista de tinte social, tremendista incluso; los años del Pascual Duarte de Cela; los cipreses de Delibes, la Nada de Laforet… A aquello le seguiría el estallido de la novela experimental y vanguardista al estilo Tiempo de silencio. En ese panorama, el libro de Julián Ayesta se antoja una antigüalla escapista e intimista, como si hubiera quedado anclado en el tiempo que recrea, los años 20, y en la prosa novecentista de un Gabriel Miró o un Eugenio D’Ors.

Pero hay que decirlo: Helena o el mar del verano es, fuera del tiempo, fuera de cánones, una maravilla. Un libro transido por el tiempo, una caja de música que despliega sones, sabores y olores de unos años idos, de una infancia irreparable. La obra, menos de 100 páginas, es una evocación en tres tiempos (verano, invierno y de nuevo verano) del paso de la infancia a la adolescencia, del último hálito de la inocencia y el nacimiento arrollador del deseo y la culpa.

La acción de este monólogo que pareciera pintado por un impresionista trascurre en el Gijón previo a la II República. Arranca en verano, en medio de una pequeña belle époque familiar en la que Hombres y Niños comparten espacio pero no se hibridan. Allí, asistimos al primer encuentro del protagonista con Helena y descubrimos que ella, venida de Madrid cada verano, ha madurado de golpe. Tras un intervalo invernal en el que Ayesta recrea el aprendizaje del placer junto con el remordimiento en este chico que estudia con los jesuitas, volvemos al verano, volvemos a Helena y a un precioso desenlace que se prefigura desde el epígrafe de las Églogas de Garcilaso.

Hay mucho de pastoril en este libro y de evocación de tiempos mejores e instintos rectos y salvajes, escrita con nostalgia desde unos años más difíciles para el país. Hay un tópico (el primer amor) y un tono de aprendizaje a lo Turgeniev; hay fantasía, bien mimetizada con el tiempo sin tiempo de los niños y sus afectos panteístas, que recuerda a El gran Meaulnes, de Alain-Fournier. Hay una vocación poderosa de estilo y un uso magistral de la «y» copulativa, que no es caprichoso sino que favorece esa progresión en un espacio mítico del pensamiento y el sentimiento.

Es una pena que Ayesta no hubiera perseverado en la novela o que no se hubiera planteado este mismo libro con algo más de ambición, si es que se puede decir. En su formato, sin duda, es una pieza exquisita, una magdalena de Proust con sabor a salitre del Norte y a piel dorada por el sol. Y, precisamente por su exquisitez, a uno le gustaría comer más de lo mismo, leer muchas veces Helena o el mar del verano. Bañarse otro rato en tan grata compañía.