Al margen del valor de su literatura, de Yukio Mishima se puede afirmar que fue alguien en posesión de una personalidad fascinante. Nacido en Tokyo en 1925, se graduó en Derecho y entró a trabajar en la administración pública, empleo que abandonó muy pronto para dedicarse de lleno a su verdadera vocación: la literatura. Unos años antes, durante la Segunda Guerra Mundial, y debido a su incapacidad para superar el examen médico, se frustra su intento de ingresar en la Armada japonesa, donde aspiraba a servir como piloto kamikaze. Al parecer, lo doloroso de esta experiencia deja en Mishima la determinación de sumergirse en la práctica espartana del deporte y las artes marciales como medio de transformar su físico y superar la debilidad que le había deparado aquella vivencia tan humillante.
Sin embargo, esta obsesiva fijación por la disciplina física, que en el caso de Mishima resulta indisociable de un trasfondo espiritual, es sólo uno de las facetas de entre las varias que proyecta esta personalidad caleidoscópica. La derrota de Japón y la posterior atracción del país hacia la esfera de influencia de Occidente le llevan a reivindicar la vuelta a la tradición como modo de sobreponerse a la corrupción que, a su juicio, estaba pudriendo la esencia de la sociedad y la cultura japonesas. Arquetipo de escritor que combina el sosiego imprescindibe para la creación artística con una vida comprometida con la acción en aras de la defensa de sus ideales, el 25 de noviembre de 1970 comete suicidio ritual tras fracasar su tentativa de instigar al ejército a dar un golpe de Estado y restituir los poderes del Emperador.
Fue, en consecuencia, un temperamento radicalmente inadaptado al tiempo que le tocó en suerte. Su obsesión por la perfección estética, por ejemplo, en un mundo que, carcomido por la ideología utilitarista y el progreso técnico, orilla cada vez más ese tipo de preocupaciones, es otra muestra de la radicaliad de su espíritu disconforme. Al mismo tiempo, su obra incorpora elementos netamente modernos, afines a algunas de las corrientes filosóficas más características de la contemporaneidad. Tales concomitancias son visibles en su tratamiento de temas tales como la sexualidad y la muerte, que en él alcanzan una vinculación poética, casi sagrada, en relación al sentido de la existencia.
De dicha vinculación constituye un ejemplo extraordinario El marino que perdió la Gracia del mar. La historia se desarrolla alrededor del triángulo formado por una joven viuda (Fusako), su hijo de trece años (Noboru) y un marino mercante (Tsukazaki) que entabla una relación amorosa con la viuda. El punto de vista del narrador va pasando de un personaje a otro, de modo que se nos permite acceder a lo más íntimo de sus respectivas psicologías. Este detalle resulta especialmente relevante en el caso de una sociedad como la japonesa, donde el autodominio y la contención a la hora de manifestar los propios sentimientos son la base de las relaciones personales. Así, en la novela, descubrimos cómo bajo una superficie casi anodina laten las pasiones más desgarradoras. En todos los personajes, de una u otra manera, habita una oscuridad que los aboca al desencuentro y la incomunicación, a una soledad para la que no parece haber salida.
Al muchacho lo vemos retratado en las primeras páginas en unos términos desconcertantes: «Noburu, a los trece años, estaba convencido de su genio y tenía la certeza de que la vida se reducía a unas cuantas señales y decisiones simples; de que la muerte sentaba ya sus raíces en el instante del nacimiento y que, en lo sucesivo, el hombre no podía sino procurar cuidado y riego a este germen; de que la reproducción era ficticia y, consecuentemente, la sociedad también lo era: padres y educadores, por el mero hecho de serlo, eran los responsables de un ominoso pecado».
Este precoz nihilismo, que comparte con el terrible grupo de adolescentes con el que se relaciona, experimentará una conmoción decisiva con la entrada en su vida del joven marino destinado a convertirse en el nuevo marido de su madre. El deslumbramiento inicial que sentirá por el personaje se irá tornando poco a poco en una decepción que le llevará finalmente a volcar sobre él, aunque de manera siempre encubierta, todo su desprecio. Así se irá creando una atmósfera enrarecida y morbosa, maravillosamente sugerida a través de fragmentos de enorme aliento lírico, en los que la posibilidad de un futuro de dicha se entrevera con la caída en un abismo de decepción y fatiga. «Iba a cumplir treinta y cuatro años en mayo –reflexiona ya avanzada la historia el personaje del marino-. Era tiempo de abandonar el sueño que de antiguo había alimentado. Tiempo de darse cuenta de que ninguna gloria especial y a su medida le esperaba. Tiempo de abrir los ojos».
Cabe preguntarse si lo que propone Mishima en esta novela, aparecida en 1963, no será en último término una alegoría de un Japón sumido en una honda crisis de identidad, convaleciente por el trauma de la descomposición que supuso su abrupto ingreso en el vértigo de una era nueva. Esa lectura es desde luego posible, pero seguramente dejaría incompleto el alcance de una obra que transpira su propio microcosmos enfermo, su propio aire de ternura y ferocidad.