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Reseñas
literarias
James Mcbride

El color del agua

por:
Aurora Rice
Editorial
Big Sur
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Sinopsis
(Nueva York, 1957) es un saxofonista de jazz, guionista y novelista estadounidense, y según sus propias palabras, «el peor bailarín afroamericano de la historia, desde los tiempos de la esclavitud y antes». En 1995 publicó El color del agua (Planeta, 1998) sus memorias como hijo de una inmigrante judía polaca y de un predicador negro estadounidense. La emocionante historia de su madre, viuda desde muy temprano y con doce hijos a su cargo, se convirtió en un clásico norteamericano contemporáneo debido al brillante diálogo que establece entre raza, religión e identidad. Con su hilarante narración de la lucha contra la esclavitud en El pájaro carpintero ganó el National Book Award a la mejor novela del año 2013. Dos textos de McBride han sido llevados al cine por Spike Lee: Miracle at St. Anna (2002) y Red Hook Summer (2012). El presidente Barack Obama otorgó a McBride la Medalla Nacional de las Humanidades del 2015 «por humanizar la complejidad del debate racial en los Estados Unidos».
James Mcbride

El color del agua

Los aficionados al jazz ya conocerán estas maravillas que yo en mi ignorancia acabo de descubrir: Grover Washington, Jr. toca Greene Street; Anita Baker canta Good Enough; Pura Fé canta Plenty for You; la Good Lord Bird Band interpreta magistralmente el clásico Oh Sinner Man. En 2008, Spike Lee llevó al cine la novela Miracle at St. Anna, de 2003. Miles de estudiantes norteamericanos han visto The Riffin’ and Pontificatin’ Tour, gira que tuvo (y tiene, convertida en documental) como objetivo «trasmitir el poder de la música, del acto creativo, a todos los jóvenes y quienes quieran escucharlo». Los lectores del Boston Globe, People, el Washington Post, Essence, Rolling Stone y el New York Times han podido leer sus artículos. «Hip Hop Planet», en National Geographic, se considera una de las mejores piezas que se han escrito sobre cultura afroamericana, y la novela El pájaro carpintero, sobre el abolicionista John Brown, ganó el National Book Award for Fiction y fue convertida en miniserie por Ethan Hawke en 2020.

Es la punta del iceberg. Todo esto y muchísimo más se debe a James McBride, nacido en Nueva York hace sesenta y cinco años (muy bien aprovechados). Cualquier biografía nos contará que es músico y escritor, y ha sido periodista; El color del agua, su libro autobiográfico, en los Estados Unidos estuvo más de dos años entre los superventas y se lee en institutos y universidades.

Lo primero que se nos dice es que es un homenaje de un hijo negro a su madre blanca, pero no es eso lo más llamativo: la madre de McBride nació en Polonia, hija de un rabino judío (nada bondadoso) y una mujer a quien la polio había hecho estragos; su familia emigró a los Estados Unidos como tantas familias judías en aquellas trágicas décadas del siglo veinte. Ruth (antes Rachel, antes Ruchel) dejó pronto a sus padres y se fue a Nueva York, se casó con un negro y tuvo ocho hijos (de los cuales James es el último), se convirtió al cristianismo y fundó con este su primer esposo una iglesia de barrio («el amor no me salió con naturalidad hasta que me hice cristiana»). Enviudó y se casó con otro hombre, negro y americano nativo, y tuvo cuatro hijos más; este segundo esposo también murió pronto.

Cuenta James que, cuando empezó a ir al colegio, «comencé a advertir que mi madre no se parecía en nada a las demás. En realidad, se asemejaba más a mi profesora, la señora Alexander, que era blanca». Esos doce hermanos, negros en distintos tonos, crecieron en un barrio pobre de Nueva York, apenas conscientes en sus primeros años de que su madre era distinta. Todos salieron adelante gracias a ella, todos estudiaron carreras universitarias. McBride los enumera en la página de agradecimientos, y entre ellos figuran varios doctores. El color del agua (la respuesta de la madre cuando el pequeño James le pregunta de qué color es) es un retrato tierno y divertidísimo de esta señora extraordinaria: «La imagen de mi madre en aquella bicicleta simbolizaba toda su existencia para mí. Su singularidad y su completa indiferencia hacia lo que pudieran pensar de ella, la despreocupación ante el peligro inmediato que yo percibía por parte de las gentes de ambas razas, a quienes desagradaba la presencia de una blanca en un mundo de negros. Pero mi madre no lo advertía». En esa casa se exigía excelencia. No se admitía la posibilidad de traer malas notas. Los hermanos mayores se cuidaban de los pequeños, como suele pasar en las familias numerosas; en sus años adolescentes, McBride se torció y sus hermanos fueron los que lo enderezaron.

Resulta de lo más refrescante leer la historia de una mujer como Ruth, una vida durísima de principio a fin, sin asomo de pena ni victimismo. McBride, cuyo simpatiquísimo rostro figura en la solapa, cuenta la saga de su familia con un sentido del humor admirable: «Lo básico de nuestra crianza quedaba, pues, reservado a mamá, que se comportaba como un cirujano jefe cuando de golpes se trataba (“Ponte yodo”); ministra de guerra (“Si alguien os pega, aplastadlo”); consejera religiosa (“¡Dios ante todo!”); psicóloga (“No penséis en ello”); y asesora financiera (“¿Qué importa el dinero si vuestro espíritu está vacío?”). Las cuestiones raciales y de identidad las ignoraba».

La conclusión a la que llega McBride es la misma a la que han llegado tantos, por distintos caminos: en un mundo tan complicado y multicolor, el amor es la respuesta. En el epílogo de la edición del décimo aniversario, que no aparece en la versión española, dice algo precioso: «Una de las cosas más bonitas que han pasado como resultado de la publicación del libro es que las personas mestizas han encontrado un poco de sus propias historias en estas páginas. He conocido a centenares de mestizos de todas clases, y me alegro de decir que, ¡sorpresa! son personas felices y normales… La verdad pura y dura es que sería más fácil ponerse en mitad del Misisipí y pedirle que fluya al revés que esperar que las personas de distintas razas y entornos dejen de quererse, dejen de casarse, dejen de tener hijos, dejen de disfrutar de los sueños que inspira el amor. El amor es imparable. Es nuestra arma más grande, una fuerza natural, creada por Dios».