En una de sus notas en esta misma página, García-Máiquez prometió reseñar Sin figuración, poca diversión en cuanto lo acabara, cosa que no parecía inminente porque, maravillado con el fondo y la formadel libro, avanzaba, decía, con lentitud. Y como al criterio de Enrique le debo un buen puñado de lecturas inolvidables, el comentario me bastó para plantarme en la librería.
Era lo primero que leía de Oscar Tusquets Blanca y, al final de la primera página, supe que no sería lo último. De hecho, para evitar el síndrome de abstinencia, apenas iba por la mitad de Sin figuración, poca diversión cuando ya tenía encargado otro del arquitecto catalán.
En este caso me decidí por Contra la desnudez. Supuse que el título era irónico, pues no hacía a Tusquets Blanca por los cerros del puritanismo. El libro llegó y, tal como preví, resultó ser una celebración diacrónica del desnudo en el arte. Me equivoqué, en cambio, en lo del título: no había ni una pizca de ironía en él. La clave se halla en la diferencia entre la desnudez, natural y rara vez agradable, y el desnudo, cultural, alimentado por la vergüenza y fuente de erotismo. Por lo tanto, el libro podría tener un subtítulo que rezara: A favor del desnudo.
La mera exposición, la carne en bruto, no es estética, y eso lo sabe, dice el autor, cualquiera que haya pisado una playa nudista. Lo corroboro: una vez estuve en una, en Croacia, y no tardé ni cinco minutos en añorar la ropa. Salvo privilegiadas excepciones, las personas somos más atractivas a medio tapar.
El desnudo, por tanto, no es solo una cuestión de destape. La Dione reclinada en Afrodita de Fidias, por ejemplo, se puede considerar un desnudo vestido. Se trata, más bien, de dar con la manera más favorecedora de mostrar y mirar el cuerpo humano, cuyos tesoros, como en el arpa de Bécquer, están ahí, «esperando la mano de nieve que sabe arrancarlas».
Tusquets Blanca escribe: «lo que no ha sido representado artísticamente no lo vemos […] y ésta quizás sea la suprema función del Arte: enseñarnos a mirar lo que antes no éramos capaces de apreciar». Y resulta apasionante recorrer de su mano ese progresivo desvelamiento de las bellezas, más o menos recónditas, de nuestra anatomía. Por otro lado, el autor entiende la historia del arte en sentido amplio, así que en su tratado el busto de Nefertiti convive con un anuncio de Yves Saint Laurent sin arrugar la nariz.
No es Tusquets Blanca académico, ni falta que hace. Su obra alcanza una indudable profundidad, pero sin aperreos disciplinares, con un trote ligero y como el que no quiere la cosa. Además, poco dado a la mojigatería, nos libra de circunloquios eufemísticos para llamar al pan, pan, y al culo, culo, porque hay, y cito, «culos memorables».
Otra virtud, y con ella acabo, es la perspicacia comparativa del autor, su ingenio, «la facultad que permite descubrir semejanzas ciertas pero inadvertidas», según definición de Miguel d´Ors. Por eso ya tengo pedido el que, si Dios quiere, será el tercero suyo que lea: Todo es comparable. Promete ser un derroche en ese sentido.