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Azorín, un clásico futuro

Es como si Azorín, que nació en un mes de junio de hace 150 años, siguiera escribiendo todavía. Quienes aún gozamos con su lectura ‒pocos o muchos, eso da igual‒ y no pertenecemos a ámbito académico alguno preferimos a veces explicar con metáforas antes con razones esa sensación de cercanía, de cosa cordial, que notamos al sabernos ante una prosa que diríamos intemporal. Uno picotea, por ejemplo, en aquellos tomitos que publicó hace decenios la colección Austral y en seguida parece que estuviera bebiendo un vaso de agua clara en cristal viejo, como si se tumbara unos instantes bajo la sombra de un árbol conocido, con una mosca rural y filosófica zumbando alrededor: «Lecturas españolas», «Los dos Luises y otros ensayos», «Pueblo», «El caballero inactual», «Los clásicos redivivos», «Blanco en azul», «De un transeúnte», «Trasuntos de España», «Visión de España»… todo eso.

Ahora bien, los libros de Azorín que preferimos son aquellos que toman la forma de una colección de artículos, de pequeños ensayos, de estampas impresionistas, de recuentos vívidos, y suelen venir agavillados alrededor de leves hilos hechos de materiales sencillos y familiares, casi inadvertidos. Leerlo en ediciones que tienen 50 o 60 años es como si abriésemos un venerable baúl arrumbado en algún rincón de la casa cuyos secretos, después de muchos años, se nos descubren intactos y renovados para el goce.

La serenidad, la penetración de la mirada, la engañosa sencillez del estilo, la destreza benigna con la que Azorín sabe extraer matices de los objetos más nimios y elementales ‒esos «primores de lo vulgar» que señaló Ortega: un vaso, una mesa de pino, un árbol, una ventana que da a un paisaje castellano‒ son los dones que uno busca y encuentra en esas páginas antiguas y acaso un tanto desengañadas. Antiguas, pero recién acabadas de escribir. Desengañadas, pero plenas de amor por esta tierra, por España, por su historia, sus literatos y por los baqueteados cueros de quienes la habitan y han ido tirando, más o menos, con su vida. Y por debajo de todo ello, el tiempo, el transcurrir del curso incesante que nos lleva: «Todo en la gran corriente de las cosas es impasible y eterno; y todo, siendo distinto, volverá perdurablemente a renovarse».

Puede que el 98 produjera tal vez autores de mayor enjundia especulativa ‒como Maeztu o Unamuno‒, de expresividad más chocante y pinturera ‒como Valle-Inclán‒, más dotados para la trama novelesca ‒como Baroja (a pesar de que Doña Inés sea una magnífica novela y el libro de Azorín que, entre todos, prefería don Julián Marías)‒, pero el escritor monovero supera a todos ellos en finura de espíritu, en cortesía estilística, en ecuanimidad, en indulgencia, en lúcido escepticismo. Incluso al señalar los males que aquejaban a España, Azorín evita el tono áspero, el chafarrinón, el expresionismo deformante, la interjección atrabiliaria, el moralismo muermo, prefiriendo en cambio una contención a veces irónica, a veces piadosa y siempre levemente liberal. Tomad por ejemplo ese libro admirable que es La ruta de Don Quijote y ved encarnadas en el Caballero de la Triste Figura un trasunto del alma española: «Tal vez nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano, el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados… Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro ídolo y nuestro espejo».

Su pasión española, concentrada y pudorosa, no se plasma sólo en la crónica parlamentaria, en la página de viaje o de paseo, en la descripción de los páramos castellanos o de la feracidad levantina, sino que se muestra también como venero de léxico, como repertorio de voces que nos descubren un vivir menudo y vernáculo: alfayate, melcochero, anacalo, almocrebe, alhaquín, albardán, haronía, mostranquero, donillero, cobejera, bucelario, mohatra, hornija, plúteo… Palabras que tienen el regusto de un tiempo finiquitado, de oficios y de objetos que ya nadie conoce o utiliza, pero que tal vez, aunque sólo fuese por una fantasía casticista, deberían volver a circular.

Ajeno a la gran tendencia barroca que atraviesa como una corriente subterránea el tramo mayor de nuestra literatura, Azorín es un escritor de estirpe cervantina, en quien el estilo, siendo tan peculiar, parece no existir apenas, pero que existiendo está siempre al servicio de aquello que se quiere contar; y que se cuenta de una manera clara, apegado siempre a la realidad, cuya múltiple circunstancia es más sugestiva para él que las grandes construcciones de la imaginación. Caballero Bonald, ese gran barroco contemporáneo, tildó en cierta ocasión la escritura azoriniana de «prosa modesta, sobria hasta la sequedad, tan sucinta que en ocasiones, más que prosa, parecía apunte de urgencia, nota de agenda». Sin duda ese juicio literario estaba contaminado de antipatías ideológicas, porque quizá sea la falta de alambiques y retortas estilísticas lo que confiere precisamente a las páginas de Azorín ese carácter intemporal y amigable que he apuntado más arriba. Y es acaso lo que contribuye también a convertirlo en un clásico, juntamente con la capacidad de ser recibido por el lector contemporáneo como alguien que aún sigue diciéndonos cosas válidas y útiles.

En el «Nuevo prefacio» a su libro Lecturas españolas, escribe: «un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna (…) un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No ha escrito Cervantes el Quijote, ni Garcilaso las Églogas, ni Quevedo los Sueños. El Quijote, las Églogas, los Sueños los han ido escribiendo los diversos hombres que, a lo largo del tiempo, han ido viendo reflejada en esas obras su sensibilidad. Cuanto más se presta al cambio, tanto más vital es la obra clásica». Este párrafo, que en cierta forma está anticipando en varias décadas la teoría hermenéutica de Gadamer, revela igualmente la modernidad de la teoría estética azoriniana, que ve en la inacababilidad de interpretaciones la condición misma de la vida histórica de una obra literaria: «Ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse».

Junto con Josep Pla y Francisco Umbral (hay quien añade a Camba y González-Ruano), Azorín fue el mejor escritor español en periódicos del siglo XX. Además de la escritura, su pasión política le llevó a ser diputado en varias ocasiones, entre 1907 y 1919, por el Partido Conservador, en representación de varios distritos almerienses y gallegos. Pero también compuso un libro delicioso, El político, cuyo título e intención estaban inspirados en su admirado Baltasar Gracián ‒si bien el jesuita tomaba a Fernando el Católico como referencia‒, así como las crónicas que reunió en 1916 bajo el nombre de Parlamentarismo español, un ameno compendio alejado de las grandes teorías pero atento al cotidiano transcurrir de las sesiones, a partir de las cuales es posible inducir los defectos y virtudes de nuestro modo de ser y de gobernarnos.

Su admiración por Saavedra Fajardo, Cadalso, Larra, Galdós, Joaquín Costa o Menéndez y Pelayo lo lleva a considerarlos como vetas inagotables donde ir a buscar los mejores materiales con los que formar una conciencia nacional, una noción de patria que dé soporte al edificio espiritual del futuro. Sin embargo, y por encima de cualquier otra norma, dejó consignada en su libro España cuál era su tríada ideal para lograr gozos más accesibles y cercanos: «Tres cosas pueden hacer feliz a un humano: un libro, un buen amigo y un huerto umbrío». En definitiva, las páginas de Azorín siempre nos brindan un licor exquisito y absolutamente reconocible, ese licor que reservamos para los gratos momentos, cuando queremos separarnos del ruido y la furia y hallar una salida segura hacia la reflexión y el silencio.

Hay, en fin, un libro que se cuenta entre mis preferidos. Se trata de Tiempos y cosas, cuyo último capitulillo se titula así: «Castillos en España. Epílogo al señor Cobos». En él, después de relatar las equívocas vicisitudes de este bienintencionado compatriota al relacionarse con altos representantes de la administración española ‒gentes ladinas, beocias e indiferentes‒, Azorín hace reflexionar al desengañado señor Cobos de esta melancólica manera:

«Había en la España del Renacimiento una cohesión de creencias y de esperanzas, una consistencia y solidaridad espiritual, un unísono en todas las inteligencias y las voluntades que no hay ahora, no, en la España contemporánea. No hay más que ver la anarquía que reina en los espíritus, la obra disolvente de los partidos políticos, los prejuicios de la prensa, el escepticismo, cada vez mayor, del pueblo hacia las clases directoras, la indiferencia cada vez más profunda de las clases directoras por el porvenir de la nación, el desvío y la pugna de unas regiones con otras. ¿Cómo encontrar aquí la saturación de un ideal común, que es lo que da la fuerza y el ímpetu para las empresas bienhechoras?»

Efectivamente, es como si Azorín siguiera escribiendo todavía.

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