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Tanto como que me los cuenten, me aburre contar sueños, pero menos me gustaría que éste se me perdiese. Me llevaban a una tele para hacerme una entrevista. Yo iba con la congoja propia que me produce la cultura de la imagen cuando apunta hacia a mí. Me pasaron a la sala de maquillaje. Cerré los ojos, resignado, mientras me daban con la brochita. Sentía pocas cosquillas porque algo me hacían en las manos, como pequeños pellizquitos, que me dolían levemente. Pero como preguntar mostraría mi bisoñez y, además, la queja trae descrédito, callé. Cuando me pasaron al estudio, comprobé que tenía mis manos llenas de pequeños cortes y bañadas en mi propia sangre. Rojas. Miré despavorido e irritado al presentador. Me sonrió perfectamente fotogénico. Le parecía una imagen nítida de hasta qué punto pongo mi vida en lo que escribo y también de cierto estajanovismo grafómano. Yo indiqué que la cosa tenía cierto aire azteca, pero no podía evitar, entre la rabia, una vanidad teatral. Ni me pregunté qué pensaría Freud ni gasté la broma de que la sangre muy azul no era. De las preguntas y de las respuestas, no me acuerdo.