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Debo a Marco Antonio la noticia de que John Ruskin —que vivió toda su vida del jerez, por cierto—, en su libro sobre Giotto, aventura la teoría de que aquella era una boda pobrísima y que por eso se quedaron sin vino y que el milagro fue una obra de caridad en su sentido más limosnero.
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Confieso que se me suman dos susceptibilidades. La más reciente, tras haber escrito Gracia de Cristo, mi pasmo al ver lo mal que se leen los episodios evangélicos y siempre para restarles la gracia. La más antigua: mi reacción contra el prejuicio pobrista, que se empeña en que la Sagrada Familia malvivía al borde de la indigencia. En el texto de Ruskin, que puede leerse en el hilo de Twitter enlazado arriba, el exquisito inglés expone su teoría. Vamos a ver.
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- La prueba que aduce de la pobreza de la boda es la autoridad que entre los sirvientes tenía la mujer de un carpintero. Vamos a ver, Ruskin. Mejor dicho, «mujer de un constructor de casas», según defendía Unamuno enarbolando quijotescamente su griego. Y en cualquier caso, mujer de un artesano muy cualificado. ¿No estaremos mirando el oficio con el esnobismo de un rentista inglés del XIX, eh?
- Esa mujer era del linaje de David. Yo he sido amigo de dos borbones, una prima lejana, isabelina; otro primo más cercano, ya alfonsino; y, aunque no afectaba a la naturalidad del trato, se dejaba sentir el halo. Lo de descender de David, en Israel, y en aquellos tiempos, pesaría muchísimo más.
- En la fiesta había sirvientes y hasta un maestresala. Los novios, además, por lo que se cuenta, andaban bastante desatendidos de la intendencia. Todo esto, para Ruskin, sería lo más natural del mundo, acostumbrado a un mundo janeaustiniano, pero no son indicios de pobreza, precisamente, ni los sirvientes, ni el maestresala ni, mucho menos, la despreocupación de los anfitriones. Y no sólo es que Ruskin no haya rascado bien el texto evangélico. Es que podía haberse fiado de Giotto que pinta a un maestresala la mar de peripuesto y bien comido, como que lo cobraba bien.
- Dice J. R. que Jesucristo no remediaba una falta de provisión, sino una necesidad. Raro, porque la parábola de las vírgenes necias rima perfectamente con este episodio. Pasa con frecuencia: las parábolas son más duras que luego el Señor, que aquí se apiada, María mediante, de los despistados. Además, sería rarísimo que si fuese pobreza, Jesús hubiese arrastrado los pies tanto para hacer este milagro. Su no querer hacerlo habría sido una falta de caridad más gorda. Y su hacerlo habría tenido quizá más dulzura, pero menos sal (y pimienta).
- Por último, el propio Ruskin no puede evitar referirse al hecho de que allí nadie se dio cuenta del milagro del vino, salvo la Virgen, los sirvientes y el maestresala. Por el sabor sí, pero todos lo imputaron (¡ojo!) a la largueza —un poco extravagante— del novio espléndido. Supongamos que de verdad fuesen tan pobres como quiere el esteta inglés. ¿No estarían entonces todos los invitados con el alma en un ay por si se acaban los víveres y los bíberes (sic)? Esa naturalidad de los invitados ante la nueva remesa de vino es una prueba de peso a favor de que era una boda de muchas campanillas. Lo que hubiese hecho más humillante la falta de vino tal como vio rápidamente, con exquisita delicadeza social, la Virgen. Que se acabe el vino en una casa pobre, qué le vamos a hacer, tampoco es culpa de nadie, la pobreza no es una vergüenza y bastante han hecho. Entre ricos, que falte el vino es un bochorno mayúsculo, lógicamente.
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Y así leen el Evangelio los más listos. Fatal y tristemente.