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Hay una neurosis, o varias solapadas, cuando uno publica un libro. Llueven —encima— sobre mojado, porque ya has pasado las neurosis de la escritura; y las neurosis de la preparación del original y la corrección de pruebas. Te cogen debilitado y, además, las posteriores, son las más tontas, por inútiles, y las que más vergüenza da contar, por tanto. Silencios de alguien a quien se lo mandaste. Las dudas por si Correos ha fallado y el pudor de preguntar, como si pidieses cuentas. El entusiasmo interrupto de un lector que te mandaba whatsapps y luego, a mitad del libro, se calla. ¿Por qué? Quien te lo alaba muchísimo en privado pero en una oportunidad de oro que tiene para decirlo en público no suelta ni mu. La lectura que temes que estará haciendo X. También lo leo yo, neurótico, y veo algunos fallos y dos erratas y no me los explico y abro una plantilla llamada 2ª edición a la que dedico el tiempo que tendría que ocupar en mi artículo para mañana. Etc. Etc… y punto.
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Porque alguien que no esperas o que esperabas o incluso que no conoces te dice que sí. Le ha gustado; y recuerdas que sólo aspirabas a tu lector, que la gente tiene otras cosas que hacer y muchos compromisos, como tú, sin ir más lejos. ¿Acaso no me arrastra a mí la vida y dejo sin leer libros que me estaban gustando de veras y que abandono a la mitad? Incluso recuerdas a Léon Bloy cuando le decía a un amigo: «No se acerque a mí ni me nombre, que soy un apestado», y te emociona que, a pesar de todo, se hayan acercado, y aprendes de la generosidad de Bloy para otros casos. Y se te pasa todo. Una reseña audaz, una carta feliz o un comentario amable te alegran, sin duda, por tu libro en sí, pero es más bonito aún ver cómo cubren y compensan las otras indiferencias legítimas y lógicas. Hay una representatividad del lector de uno —casi sascro— que vale por diez mil no lectores, Es una misericordia que se expande. Comprendes a todos. Te basta. Te sobra. Te ríes de las neurosis; y hasta te atreves a contarlas.
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