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En el término de un día, una cosa preciosa, otra graciosa y una espantosa.
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Lo bonito. En el asiento de al lado del tren iba una chica. Estaba viendo una serie y empezó a reírse y no podía parar. Se le saltaban las lágrimas. Seguía viendo la serie y seguía riéndose. Me temí que si supiera de qué se reía no me iba a hacer tantísima gracia, pero no lo sabía y no doblé el cuello para averiguarlo. Primero, porque ¿qué más me daba? Y segundo, para no perderme ni un segundo de su risa, tan alegre, tan bonita, tan contagiosa.
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Lo gracioso. He caído en la cuenta de un sesgo médico que seculariza la hermosísima y necesaria corrección fraterna. Así os sonará raro. Vamos con los ejemplos. No te dicen: «Tienes que adelgazar», sino: «Tendrías que ir al dietista». O «no te crujas los dedos», sino «¿pido hora para el traumatólogo». O «escribes con muchísimas faltas de ortografía», sino «iremos al logopeda, no vayas a tener dislexia». ¿Qué pasa aquí? Pues que, habiendo proscrito la moral, no queda más que patología. Nadie se atreve a corregir, pero, so capa de un saludable interés, recomendar un médico se considera de buen tono.
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Lo espantoso. Me cruzo a una pareja. Deben ir o venir de una fiesta. Ir, porque todavía van muy compuestos. Ella embutida en un traje negro y tacones. Y él con un traje negro y unas botas o zapatos relucientes en punta. De pronto, él escupe en la calle. Es una costumbre muy fea, pero hacerla andando con una chica, novia o amiga o incluso hermana, me resulta profundamente ofensivo. Me entran ganas de llamarle la atención, pero sé que compondría una figura quijotesca, cuando ella se ponga del lado de su escupiente compañero. De hecho, no ha pestañeado, le ha parecido lo más normal. Al ver mi respingo, habrá pensado que tengo un tic. ¿Habrá ponderado la posibilidad de recomendarme un médico? Me he refugiado en el recuerdo de la risa de la mañana.
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