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Al salir del tren me di cuenta de que, con la inmovilidad, mi cojera había empeorado. Todo el mundo me adelantaba y eso que yo tenía mucha prisa por tomar un taxi. Me sobrepasó una chica muy mona, tan rápida que sólo pude verla de espaldas y cada vez más de lejos, muy graciosamente vestida, dejando atrás la estela del vuelo de su falda… y entonces me acordé del chiste aquel del cojo cuando se escapa un toro, y que gritaba: «No corráis que es peor». Tenía que haber dicho «que es inútil». Porque luego había un atasco en la puerta de salida y pude ver a la veloz ninfa de cara. Era muy mona: cumplía la promesa, lo cual siempre es —y más en estos tiempos— una sorpresa.
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Veo por la espalda a un amigo. Inconfundible: la misma altura, el mismo pelo, un traje de su estilo… Corro cojitranco para saludarlo, pero, en el último instante, se rasca la oreja. No es mi amigo. Freno en seco, casi derrapando. En el siguiente atasco veo que, en efecto, no era mi amigo.
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Tiene mucha gracia Carla Restoy cuando dice que ella se conforma con que, cuando señale la luna, le miren por lo menos el dedo.
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Gran defensa de Diego Blanco de la narración. Quienes leen y quienes tienen memoria son mucho más capaces de leer su vida como una aventura, lo que les otorga armas —y diversión— para enfrentar los problemas. También ayuda mucho tener buena memoria: de la propia biografía, para que coja profundidad; y las historias de otros.
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Yo estuve muy locuaz y, por tanto, metepatas. Por la noche, en el examen de conciencia, en vez del chiste del cojo, recordaba al emérito: «¿Por qué no te callas?». Por la mañana varios whatsapp amabilísimos de los que habían aguantado mi verborrea. La bondad del prójimo me protege.
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Llevo una semana recibiendo poemas del nuevo libro de Marcela Duque por whastsapp. Es posible que, cuando por fin consiga el libro, ya haya leído todo el Un enigma ante tus ojos en el móvil, fotografiado, con los deditos de varios amigos sosteniendo sus páginas preferidas. Es precioso: el nuevo samizdat.
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Me costaba encontrar la caseta: el taxi me había dejado en la otra punta, hacía calor, cojeaba, etc. Pregunté en dos casetas y me encontré con malas caras. Realmente, escogía casetas sin público, para no dar la lata, pero evidenciaba la soledad de los que preguntaba, que, a lo mejor, al verme acercarme, se habían hecho ilusiones. A la tercera fue la vencida. Una chica encantadora. Cuando le di las gracias, me dijo que debería comprarle un libro como agradecimiento. Me dispuse y se cortó mucho por su atrevimiento, lo que me hizo comprarlo con más ganas.
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El libro de poemas de Beatriz García Traba, encima, me ha regalado varias imágenes e ideas preciosas. Las señalo:
Parece que nos gusta más lo invisible que lo visible
¿no es esto de cobardes?
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Juan sin miedo comía saltamontes y vivía en el desierto: era un peligro.
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El amor invisible
[que todo lo mueve
todo lo sustenta
y todo lo invade]
hace visible tu sonrisa.
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Cuanto más conozcas al que te conoce, más te conocerás tú.
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Cuando no veas nada, aprovecha para mirar.
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¿Sabré aprovechar el suave resquicio que abres en mi corazón cada mañana?
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Dame un león para sentarme a su lado
una serpiente para acariciar sus curvas
y un oso para atravesar el campo
para que sienta tu aliento guardando el mío.
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Encontré mi caseta. Me encantan los lectores de Ejecutoria. Es lo bueno de firmar en la feria, que conoces a más. Y ves que la llamada a la hidalguía es transversal, aunque, entre nosotros, nos reconocemos de inmediato. Conocerlos es una fiesta: una feria, vaya.
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Me calzan una entrevista, que me sirve para ponerme —mañana empiezo— a dieta.
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Aunque podría empezar en el momento, aunque todavía no me he visto grabado en youtube, porque, aunque Jaime y sus hijos han venido a comer conmigo, la hora del tren se nos echa encima y tenemos que salir corriendo y en ayunas hacia Atocha.
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El viaje está siendo espantoso (con retrasos, cambios de trenes, aires acondicionados estropeados). Veo con tristeza que España se hunde —salvando el fútbol—, pero de eso escribiré en un artículo, que hoy no me quiero quejar.