La novela histórica tiene su grupo de lectores, entregados, monógamos… A veces incluso sectarios porque no toleran leer nada que no les remita de algún modo a la Historia que estudiaron en bachillerato. También ha de ser un grupo numeroso porque el subgénero se vende bien. En el momento de escribir estas líneas, por ejemplo, Roma soy yo de Santiago Posteguillo entra y sale de las librerías como si estuviera de visita; libro este, por cierto, que algo debe al que hoy nos ocupa.
Para que una novela sea considerada histórica, han de figurar algunos acontecimientos pasados y relevantes en el devenir de la sociedad. Estos pueden funcionar como el marco que condiciona y delimita el movimiento de los personajes: un judío en cualquiera de las épocas en que no era bueno ser judío y mucho menos parecerlo, un protomédico en la Europa de la peste negra, una cortesana en el revoltoso París de principios del XIX, etcétera. Otra opción es, en lugar de escoger a pequeños personajes zarandeados por grandes circunstancias, centrarse en alguna de las figuras que sujetaron el timón de la historia. Así, por ejemplo, la trilogía de Massimo Manfredi sobre Alejandro Magno o –ya hemos llegado– Yo, Claudio del británico Robert Graves. Aunque, en realidad, en este último caso hay truco.
Es cierto que el narrador de la novela es Tiberio Claudio César Augusto Germánico, Claudio para sus amigos, y que este acaba siendo emperador de Roma –si sale en Wikipedia no es spoiler–. Sin embargo, a lo largo de la trama, Claudio funciona más bien como un narrador testigo de Augusto, Tiberio y Calígula, el inolvidable Calígula, que si bien como gobernante tenía sus defectillos, como creador de anécdotas no tuvo rival. Claudio, insignificante, feo, contrahecho y tartamudo, pasa de puntillas por las intrigas de su momento, lo cual le permite sobrevivir a base de hacerse el tonto. A diferencia de su envenenada y envenenable parentela, Claudio no abrigaba ansias de poder. Su vocación era ser historiador, y no en el sentido ejemplarizante y literario de Tito Livio, sino, como se dice expresamente en la novela, según el estilo de Cayo Asinio Polión, quien buscaba la verdad sin pararse a considerar si esta resultaría agradable o adecuada.
La novela se centra en los avatares de la cúpula del Imperio romano durante el reinado de la dinastía Julio-Claudia. Y digo reinado con total intención porque una de las tensiones que vertebran la obra es el deterioro de la independencia del Senado y la sustitución de la República por la Monarquía. El poder se concentra, el gobernante se endiosa y la sociedad, en pleno, se envilece.
Toda la obra, aunque desde la perspectiva irónica del más insignificante de sus miembros, se sitúa en las altas esferas, entre quienes detentan el poder y quienes pretenden hacerlo. Si bien los emperadores son los citados más arriba, quizá la figura más dotada en estos menesteres sea Livia, abuela de Claudio, tercera esposa de Augusto y muñidora, según la propuesta de Graves, del curso de Roma. Zorruna y maquiavélica, dice antes de morir: “He hecho muchas cosas impías, ningún gran gobernante puede dejar de hacerlas”. Una mariposa tiene más esperanza de vida que quienquiera que se interpusiera en sus planes.
Yo, Claudio fue publicada por primera vez en 1934 y, desde entonces, no se ha dejado de vender. En 1976 la BBC estrenó una adaptación, en formato de miniserie y protagonizada por Derek Jacobi. La novela, por tanto, ha tenido hasta ahora un largo recorrido y no parece que se vaya a detener en el medio plazo. Por algo será. Yo, que no soy un adepto de la novela histórica y pese a sus casi 600 páginas –la gente quiere los libros, como las raciones, abundantes–, puedo decir que he echado un buen rato, largo, pero bueno igualmente.