‘Vida de Arcadio’ (Península) es un ejercicio literario y periodístico insólito en el panorama editorial español. Arcadi Espada se lanza a reconstruir la vida y convicciones del joven que fue, el que se iniciaba en el periodismo, el sexo y las utopías, en los efervescentes años de la Transición. Y lo hace como si se tratara de otra persona, de otro, ciertamente próximo, una especie de hermano menor, con el que se han compartido confidencias y documentos, pero un otro sustancialmente diferente del que ahora se es y al se trata de tu. Este juego literario resulta de extraordinario provecho, pues permite una relectura crítica del pasado, de cómo los efluvios de la época contaminan los espíritus; pero también una reflexión sobre la memoria, el recuerdo, la biografía e incluso el oficio de escribir.
Hay una posición filosófica de fondo que justifica el artificio del periodista: Arcadi Espada no cree en la continuidad del yo y, por tanto, no cree que aquel joven tenga demasiado que ver con él, más allá de algunas experiencias que atesora en la memoria. Pero la verdad es que el propio desarrollo del relato obliga a poner en cuestión esta idea, sin que ello impida que el desdoblamiento de personajes resulte de gran eficacia.
Espada se investiga a sí mismo con los mismos métodos que ha utilizado antes para recrear las vidas de otros. Sin ir más lejos, la de Ángel Sanz Briz, el embajador de la España de Franco en Budapest que jugó un papel clave en la salvación de miles de judíos, historia que recrea en ‘En nombre de Franco’. O la del vilipendiado Francisco Camps, que cuenta en ‘Un buen tío’. En este caso cuenta con ventajas. No sólo porque tiene acceso a todos los documentos de Arcadio, que son los suyos, sino también al recuerdo de vivencias, emociones y los sentimientos. Con respecto a otros biografiados, aquí cuenta con la ventaja de conocer la verdad íntima de Arcadio. Una parte, nada más, pues la otra se ha difuminado en la niebla del tiempo, lo que justifica el trabajo de indagación periodística para rellenar los vacíos.
Quizás el experimento podría verse como una exploración muy privada, excesivamente incluso, de escaso interés para los que no sean aficionados al periodista. Pero el resultado desmiente ese temor, aunque no se puede negar que la afinidad acrecienta los alicientes de la curiosidad. Pero ‘Vida de Arcadio’ es mucho más que eso, mucho más que descubrir que Espada fue hijo de un portero; o sus primeros escarceos amorosos y sexuales, con todas las torpezas, e incluso groserías, de la juventud; o su efímera participación en una torpe comuna, o en un campo político en Italia de supuesta finalidad ecológica; o el descubrimiento de aquellos a quienes consideraba sus maestros, junto a muchas personalidades con las que trató. Hay mucho más porque la cuestión clave es la distancia entre el que se fue y el que se es, y la revisión crítica de las creencias del pasado.
Por el camino nos encontramos con el Arcadi que retrata de forma inmisericorde la complicidad de la prensa con el terrorismo, asumiendo su lenguaje, y desdeñando a las víctimas. «La lengua que usaba tu periódico (El País) para describir las acciones de ETA era indecente (…) Pero sólo reflejaba una indecencia general y previa en la que se incluía una cláusula dañina: la idea de que matar por razones políticas conserva una cierta nobleza, ausente en los asesinatos llamados comunes». Ese embellecimiento llega hasta nuestros días, quizás atenuado (hoy casi nadie justificaría matar), pero todavía presente en el modo como tantos justificaron, por ejemplo, la destrucción del metro de Santiago de Chile en las violentas protestas de hace cuatro años previas al inicio de un proceso constituyente en aquel país.
Es muy interesante también la confrontación entre el Arcadi escéptico y socioliberal de hoy (él preferiría socialdemócrata, si el término no se hubiera manchado tanto por el mal uso) con el joven comunista, un tanto ingenuo, que fue. Una militancia que era fruto, en parte, de la escasa crítica que el comunismo recibía en aquellos primeros años de la Transición. Althusser, que visitó Barcelona en 1976 declaraba a los periodistas de la revista ‘Por favor’ que el comunismo era un viaje que tenía como destino un mundo en el que «cada cual podría hacer lo que le diera la gana», lo que Espada presenta como una «fábula» expresiva del nivel de los argumentos que se manejaban por entonces. «Los comunistas confiaban en la inexorabilidad del paraíso. Creían en la compatibilidad del paraíso con lo real», reflexiona, desde la convicción de que la diversidad humana y la libertad hacen imposibles tal presupuesto en el mundo real.
Pero también reflexiona Espada sobre el trato de favor que recibe el comunismo histórico respecto de otros totalitarismos y que tiene su piedra angular en el ocultamiento de la mayoría de las víctimas. «La desaparición de los muertos es el rasgo más extenuante de cualquier análisis sobre el comunismo. Es imposible pensar en la Revolución Francesa sin la guillotina de Robespierre. Por el contrario, los muertos del comunismo se reducían al fusilamiento de obstinados contrarrevolucionarios y al melodrama palaciego de los Romanov. La asimetría entre el Gulag y Auschwitz es el punto ciego más intolerable de tu educación», le explica Espada a su alter ego Arcadio.
Como era previsible, también comparece el problema del nacionalismo, un tema recurrente del autor, con el que su yo juvenil, Arcadio, coqueteó, como era habitual en la izquierda de la época. Esto da pie al periodista a recordar el estatuto del SAU, de 1979, «que votaste», y que proclamaba en su punto 1 que «el catalán es la lengua propia de Cataluña». Como por entonces una amplia mayoría de catalanes hablaba el castellano como lengua materna, «a todos ellos el Estatuto les decía que usaban una lengua impropia en Cataluña» y ello terminaría derivando en la existencia de catalanes propios e impropios, que todavía opera de facto en nuestro presente como mecanismo de distinción.
Junto a todo lo anterior, y mucho más, el lector de ‘Vida de Arcadio’ encontrará también un compendio de las convicciones actuales de Espada, incluido su rechazo del libre albedrío y de la responsabilidad moral, que considera inventos de la religión. Pese a sus esfuerzos, resulta difícil compatibilizar la defensa que el periodista realiza de la libertad con su constatación de que no existen elecciones reales, sino que todo lo que decidimos viene escrito por nuestra genética, nuestra historia y nuestras circunstancias. La religión misma es objeto de sus invectivas -como en general la ficción o la fantasía, con las que la emparienta- como mecanismo de evasión de la realidad y de la verdad. Todo ello Espada lo defiende desde la afirmación científica, pero la ciencia contemporánea ha abierto suficientes espacios de incertidumbre, paradojas y misterios como para ser más prudentes de lo que nuestro escritor es.
Pese a todo, ‘Vida de Arcadio’ es un libro que merece la pena leerse, como ejercicio literario y como oportunidad para confrontarse con una visión de la existencia que no hay por qué compartir, pero que garantiza el disfrute de esos momentos de brillantez, y osada desinhibición y coraje en el decir, que caracterizan a su autor.