Sostengo este libro en mis manos y disfruto, ya de golpe, de tres placeres diferentes. En primer lugar del tacto y la belleza de una hermosa edición. Los Papeles del Sitio, el sello modesto y cuidadísimo de Abel Feu, no saca un libro feo ni proponiéndoselo. Esta sencillez de portada de cartón con sobrecubierta de papel a dos tintas y viñeta es un prodigio de eficacia estética. Te da lo más con lo menos. En segundo lugar, el nombre de Víctor Botas ya garantiza mi lectura atenta. Es uno de los mejores poetas de la segunda mitad del siglo XX en España, y cuya temprana muerte –para nuestros parámetros– interrumpió una carrera a la que seguramente le quedasen dos o tres libros estupendos, como mínimo. Conforme pasan los años, su figura poética se agranda más y más, y descubrimos cuánto le debemos muchos poetas posteriores a su particular voz que abrió caminos e inspiró a tantos. Y, en tercer lugar, la firma de José Luna Borge nos asegura solvencia intelectual y pasión literaria. Como diría George Clooney sosteniendo una tacita de expresso: what else?
Este libro es una «silva de varia lección», es decir, un frito variado. En él se mezclan chocos (prólogos), croquetas (textos de congresos), adobo (reseñas), de vez en cuando alguna pijota (ensayo breve), de tal manera que vamos entreteniendo el paladar sin cansarlo, aunque muy a menudo se nos repita el aliño del adobo, a base de leer una y otra vez la misma enumeración bibliográfica o la misma descripción de su carácter: «tímido, hipocondríaco, dubitativo… » (un Woody Allen asturiano).
La mayor parte de la obra se dedica a la poesía de Botas, es decir, a lo único que importa. No digo que sus dos novelas y su puñado de relatos, de los que trata Luna Borge hacia el final del libro, no sean apreciables y tengan sus virtudes literarias. Pero si Botas es hoy reconocido como un autor muy valioso de finales del siglo XX nada ha tenido que ver en ello su prosa. Muchas veces escribimos prosa porque necesitamos expresarnos más allá de las visitas con cuentagotas de nuestra Musa. Uno tiene recuerdos, obsesiones y devoción para este o aquel novelista, y se lanza a escribir.
La primera novela de Botas es, como todas, biográfica. El que sienta la necesidad de saber todo acerca de su autor predilecto tendrá en ella claves interpretativas, y un catálogo de sus fijaciones y manías. Pero podríamos prescindir de su obra en prosa y seguiría intacta su importancia en la Historia de la Literatura española.
Este volumen, sin embargo, es compendioso y nos acerca todo o casi todo lo que Luna Borge fue escribiendo en vida de Botas, y también después. En la repetición del adobo está el día en que conoció a Borges (el poeta más influyente en Botas), el impulso de su esposa Paulina para toda labor literaria, las confusiones sobre si era o no un heterónimo de José Luis García Martín. El nombre de este autor y crítico aparece en el libro casi tantas veces como el de Botas, tal es la importancia que le atribuye Luna Borge, y con razón. Fue el amigo que alentó, desde la tertulia Oliver y las publicaciones más o menos lúdicas que surgieron de esta, su producción poética. Pese a lo cual fue un autor desconocido para el gran público (es decir, las doscientas personas que leen poesía en España sin ser poetas a su vez) pues publicó en colecciones mínimas, inencontrables, no se promocionó nada y obtuvo el silencio crítico por respuesta. El tercer nombre más mencionado es el de Miguel d’Ors, con quien Botas se carteó durante años, tratando cuestiones de poética, en general y de sus respectivos textos. Especial mención merece la cuestión del prosaísmo, algo muy propio en la obra del gallego, pero que a este le parecía excesivo, o contraproducente, en muchos poemas de Botas. Ese epistolario sería una publicación también sabrosísima, tanto como este frito variado.
Aparte de por la exhaustividad «completista», y por su carácter histórico-biográfico (a veces, chismográfico), la importancia de este libro estriba en que nos hacemos una idea de la singularidad de la poesía de Víctor Botas. A propósito de Historia antigua, dice Luna Borge que «hay dos Botas o dos maneras de poetizar en Botas: un Botas irónico, escéptico y bastante ácido y un Botas humano, sencillo, que como cualquier hijo de vecino nos cuenta lo que le pasa. El más frecuente es el primero que nos sorprende y entretiene, pero el segundo consigue emocionarnos». Discrepo parcialmente de esta afirmación que, como toda antítesis de este tipo, tan eficaz retóricamente, corre el peligro de la injusticia de lo esquemático. Creo que la ironía, la sátira y lo ácido son parte sustancial de la emoción en la poesía de Botas. Es su forma de encarar la condición mortal.
Dice Botas en alguna parte –ahora no encuentro la página– que, a partir de determinado momento, estaba más deprimido, muy sensible con la idea de la muerte, y que para afrontarlo necesitaba narcotizarse mediante la risa. No lograba escribir entonces más que aplicando la «sonriente coña beatífica». Bien es cierto que el poeta tenía una voluntad de estilo muy definida, expresada, entre otras muchas ocasiones, en un cuestionario para la antología de García Martín Las voces y los ecos: «Trato los temas eternos (amor, muerte, paso del tiempo), utilizando metros y composiciones ya clásicos en nuestra lengua, pero despojados –mediante pequeñas alteraciones del tradicional acento endecasílabo, la utilización de un lenguaje coloquial y otros trucos– de ese sonsonete garcilasiano, de esa sensación (que en los sonetos se acentúa aún más) de haberlos leído antes. Mi obsesión al escribir este libro [Las cosas que me acechan] fue huir de la retórica, de la grandilocuencia a riesgo (y de ello soy consciente) de caer en una excesiva pobreza, en un modo de hacer demasiado gris». Creo que pocos autores han descrito mejor su propia obra y, sobre todo, el por qué de su influencia tan benéfica en la generación posterior. Es cierto que mucho de lo aquí expresado se da ampliamente en la obra de Miguel d’Ors, el gran maestro de la poesía de nuestro entresiglo, pero el modo de Botas de arrostrar los peligros del prosaísmo y la digresión abrió puertas, ventiló habitaciones y permitió una mayor libertad poética, un camino por el que han avanzado con mayor o menor acierto muchos autores posteriores. Este libro de Luna Borge da buena cuenta de ello, y es ya una pequeña joya fundamental para la biblioteca personal de cualquier estudioso, letraherido y amante de la poesía.