Dar la primera vuelta al mundo en barco, como hizo la expedición de Magallanes y Elcano, fue una proeza descomunal. Llegar hasta las Molucas, como logró después la empresa de García Jofre de Loaysa aun en medio de mil desdichas, tampoco fue cosa pequeña. Tomar pie en las Filipinas y sentar bases estables, como consiguió más tarde Miguel de Legazpi, fue una hazaña que abrió literalmente un océano. Pero en todas estas proezas españolas en aguas del Pacífico había una asignatura pendiente: hallar un camino de vuelta a América. Porque, en efecto, los españoles habían abierto los caminos del gran océano en el siglo XVI, pero para cobrarse el dominio absoluto de la mayor mar del globo era preciso saber cómo volver y transitarlo en todas direcciones. Esa fue la gran aportación de Andrés de Urdaneta, sin duda uno de los personajes más sugestivos de la era española de los descubrimientos. Gracias a Urdaneta, que anotó de memoria mil datos sobre corrientes y latitudes, fue posible enlazar por mar Asia con América. Eso es lo que se llamó el “Tornaviaje”, y que literalmente cambió el mundo.
Agustín Rodríguez González, reconocido especialista en Historia naval española, acaba de publicar Urdaneta y el Tornaviaje, un libro sencillamente excelente, porque lo cuenta todo y lo hace de manera que todo el mundo lo pueda entender. La historiografía naval no es tarea fácil: si ya resulta complicado comunicar conocimientos contemporáneos, porque no cabe presumir en el lector habilidades náuticas avanzadas, el trabajo se hace aun más complejo si se relatan hechos acontecidos en épocas pasadas, cuando la forma de navegar era enteramente distinta. A mediados del siglo XVI se navegaba a vela y viento, el único mapa fiable era el del firmamento y el navegante podía controlar la latitud, pero no la longitud, de manera que la aventura de lanzarse en uno de aquellos barcos en medio de un mar desconocido rozaba lo demencial. El marino tenía que guardar en la mente la posición de las estrellas y la localización exacta (más o menos) de las corrientes, y poner todo eso en relación con el tiempo de navegación, lo cual tampoco era fácil con los instrumentos de la época. Que en esas condiciones fuera posible encontrar un camino para volver desde las Filipinas hasta la Nueva España es simplemente prodigioso. Ese fue el logro de Urdaneta en 1565 y esta es la historia que cuenta Rodríguez González en un texto claro y ameno, donde uno aprende muchísimas cosas sobre cómo se navegaba en la época y también sobre aquel “lago español” que fue el Pacífico hasta 1898.
Dos palabras sobre el protagonista de esta historia: Andrés de Urdaneta, vasco de Villafranca de Ordicia nacido en 1508, pariente de Elcano; su familia le había destinado a la Iglesia, pero él aprovechó sus relaciones de parentesco para buscar fortuna en la mar. Con sólo 17 años se enroló en la expedición de García Jofre de Loaysa a las Molucas, que terminó de malísima manera, pero Urdaneta destacó por su coraje y su ingenio. Aquella aventura duró nada menos que once años y, a su retorno, los portugueses le incautaron toda la documentación sobre las rutas descubiertas en el Pacífico, pero él la guardaba en su memoria y tal cual la transmitió a la corte de Carlos I. Retornó a América de la mano de Alvarado, se ordenó sacerdote y pasaba ya los 55 años cuando Felipe II le encomendó acompañar a Legazpi en su expresa de Filipinas. Desde allí supo encontrar, y fue el primero en hacerlo, el camino para navegar hasta América desde las costas de Asia. A partir de ese momento los dos continentes quedaron enlazados, y bajo bandera española. Que los niños en nuestras escuelas no sepan quién fue Urdaneta es uno de esos insultos sobre nuestra memoria a los que no nos debemos acostumbrar. Este libro hace justicia al gran navegante.