Islam y porno casero: ese sería el resumen de este librito, tan breve como estimulante. En realidad, no es más que una larga rueda de prensa, una explicación personal, un «ahora os voy a dar yo mi versión de los hechos» pero en formato libro. Con sus escasas cien páginas de amplios márgenes y tamaño de letra generoso –con los cuarentones como yo–, se lee de una sentada o dos. Su virtud es que no se hace largo, es siempre sugerente y ágil. Su debilidad: que el autor deviene en más interesante que su obra (que esta en concreto, al menos). Todo lo que aquí nos narra, con ser grotesco, no es más interesante que la personalidad del escritor, ateo (¿o no?) y liberal, azote del islamismo y de la izquierda en una Francia desbordada por las consecuencias de su política migratoria en las últimas décadas.
No puedo evitar imaginarme cómo lo leerán los católicos conservadores que enarbolaron con fervor sus ejemplares de Sumisión en 2015, como si de una nueva Oriana Fallaci se tratase, para alertar de los negros (con perdón) nubarrones en el futuro, cada vez más presente, de nuestra moribunda Europa. Sobre todo cuando lean los pasajes más procaces y explícitos, referidos al sexo en general, y al porno casero en particular. Llega a recordar a lo más descarnado (valga la contradicción) de la obra de Celine, como decíamos ayer. Pero antes de pasar al salseo más guarro (adjetivo frecuentado por Houellebecq) el autor aborda en sus primeras páginas, de forma breve, la controversia sobre el Islam y la delincuencia en Francia, a raíz de una entrevista que concedió a Michel Onfray.
Pudiera parecer que Houellebecq recoge cable y se desdice de sus más polémicas declaraciones sobre el Islam en Francia. Pero una lectura atenta nos permite comprender que no es así, que sinceramente ha visto lo injusto de algunas de sus afirmaciones en la citada entrevista –conversación larga, oral, luego transcrita– y quiere rectificar su redacción y aclarar su punto de vista. Una prueba de que no opera por temor a represalias es que las rectificaciones son sutiles, y tampoco logran un perfil muy admisible para los abanderados de la multiculturalidad o para los islamistas (recordemos que empezó a llevar escolta desde los atentados de Charlie Hebdo).
Veamos un ejemplo: «En mi opinión, el deseo de una gran parte de la población francesa «de pura cepa», como suele decirse, no es ante todo que los musulmanes se asimilen. Todas esas historias del velo, del burka, de los alimentos halal, etc., les tendrán completamente sin cuidado cuando dejen de considerar a los musulmanes una amenaza para su seguridad. Y ese es un fenómeno que no tiene nada que ver con la reflexión. Cuando reflexionan, esos franceses «de pura cepa» se dan cuenta de que la práctica de una religión no es compatible con la delincuencia, de que son dos elecciones vitales radicalmente divergentes. Pero cuando tenemos miedo no reflexionamos, y también saben, de forma empírica, que los barrios donde los musulmanes son numerosos son asimismo los barrios donde abundan los delincuentes. Por eso, como lógico, tienden a huir de esos barrios. ¿Qué hacer al respecto? No lo sé. ¿Los imanes insisten lo bastante en sus sermones en que el tráfico de estupefacientes no es lícito en el Islam? Lo ignoro. ¿Y sus sermones surten efecto? Tampoco lo sé. Lo que sí sé, o lo que en todo caso me parece una evidencia, es que no nos enfrentamos a un problema de religión, sino lisa y llanamente de delincuencia».
Cuando aborda el segundo asunto del librito, a partir de la página 20, el lector puede llegar a sentir que le están intentando tomar el pelo un poco. Houellebecq se pinta a sí mismo, a ratos, como un vejete no familiarizado con el mundo tecnológico que le rodea, algo así como tu padre o tu tía cuando te dice «ay, mírame qué me ha salido aquí en el móvil…¡Yo no he tocado nada!». Con la excusa de un proyecto creativo, propuesta que parte del colectivo holandés Kirac, empiezan a ocurrirle toda suerte de infortunios, a cual más ridículo, como que una pequeña grabación de sexo casero de él con una muchacha (a la que llama «la Cerda») acabe siendo monetizada en OnlyFans, página de exhibición de la intimidad, por así decir, que genera mucho dinero para algunas usuarias.
Él afirma que ahí es cuando se decepcionó por primera vez, porque considera lícito y hermoso regalar una representación del acto sexual, pero comercializarla, y sobre todo a su costa –sin recibir él ningún emolumento– ya le parece algo indigno. La historia en realidad se resume en algo muy ramplón: firmó un contrato leonino, y después se ha estado peleando en los tribunales para que no se divulguen sus escenas de sexo, hasta entonces en vano. Su principal oponente, e iniciador de este enredo, aparece aquí con el apodo de «la Cucaracha». Pero todo esto ¿qué interés tiene para un lector español, que no ha sabido de la controversia y que incluso puede sentir cierto rechazo por lo «pringoso» del asunto?
Aunque este humilde articulista no apoya ni el culto a la personalidad ni la psicología de baratillo, sí que hay autores en que su valor literario emana, principalmente, de su personalidad; en que sus dejes, manías, opiniones, rarezas, suponen la mayor parte de los ingredientes de esa receta a la que llamamos estilo. Es decir, como afirmaba al principio: nos resultan más interesantes que lo que nos cuentan. En ese opúsculo, Houellebecq muestra rasgos de una enternecedora vanidad desatendida, como en la siguiente digresión: «Por lo que respecta a mi vanidad de autor, lamento que no se haya hablado lo bastante de ese otro pasaje de la entrevista en el que describo al vecino paquistaní de mi último domicilio en Irlanda, el salafista quietista a quien le preocupa con razón la virtud de sus hijas. Yo estaba bastante satisfecho porque pensaba que había logrado crear con pocas frases el boceto de un personaje vivo, interesante y por lo demás original y simpático. Es mi faceta Dickens, rara en mí, y que por ello aprecio. Pero bueno, esa es otra historia».
Resulta inevitablemente cómico que, en un librito en principio ideado para la concordia y la aclaración de su imagen pública, se refiera a varios protagonistas como «ese cabrón», «la Pava» o «la Cerda». Va dejando caer también algunas opiniones extemporáneas, aquí y allá, que salpimentan el texto. Anoté la siguiente por coincidir con mi propio (dis)gusto: hablando de unas máscaras que «la Cucaracha» había elegido para filmar la coyunda, cuenta: «había elegido las peores, eran casi tan feas como el minotauro de Picasso, y apenas exagero». Añade citas mordaces, cuando habla de sus enemigos, que tampoco contribuyen a desmentir su fama de enfant terrible y de misógino: «Baudelaire tiene razón, como en tantas otras cosas, al afirmar que cierto aire bobalicón aumenta la belleza femenina; pero disminuye, de manera igual de segura, su atracción erótica, y ello sea cual sea el grado de machismo de su presa». Más adelante, continúa su reflexión sobre la perversidad de otra de las implicadas («la Víbora»), volviendo a zaherir a Picasso: «antepone su gozo de cretino con el falo en erección, un placer más basado en el mal que en el sexo. Podría ser un equivalente de Sade en el siglo XX: ambos representan la misma crueldad, con la diferencia de que Picasso desarrolla un talento concreto para torturar».
Es en estas divagaciones, que culebrean entre las páginas, en las que encontrará el lector el interés literario del libro, más allá del cotilleo morboso. Houellebecq se queda a gusto explicando unos turbulentos meses de su vida, y opinando lo que le da la gana, y usted y yo hemos pasado un buen rato. Este pacto es, a fin de cuentas, el fundamento de casi toda la Literatura.