El periodo de la historia del siglo XX en el que la práctica totalidad de los países del mundo permanecían alineados en uno de los dos grandes bloques surgidos tras la II Guerra Mundial ha producido una buena cantidad de materia narrativa. No es un dato que deba extrañarnos, toda vez que durante dicho periodo el mundo vivió en un perenne antagonismo en el marco del cual se enfrentaban dos concepciones de la política, la economía, la sociedad y el hombre virtualmente excluyentes. Sumemos a la persistencia de tal estado de rivalidad el hecho de que, por primera vez en la historia, las potencias enfrentadas disponían de sendos arsenales atómicos capaces, en cuestión de unos pocos minutos, de borrar toda huella de vida de la faz del planeta, y de ese modo entenderemos hasta qué punto la época albergaba los componentes necesarios para desafiar la imaginación de cineastas y escritores.
Sirva el párrafo precedente para establecer el somero contexto de una situación que, apenas tres décadas más tarde, ya se nos va difuminando. Quizá por eso, porque las historias de espionaje que durante los años de la Guerra Fría captaban la atención del público occidental han perdido gran parte de su vigencia y han sido sustituidas de manera paulatina por las no menos enrevesadas tramas surgidas de conflictos de nuevo cuño, es por lo que agradecemos encontrar creaciones que aborden aquella época desde una perspectiva nueva. Conocido el desenlace de este enfrentamiento entre colosos (la caída del Muro de Berlín y todo lo que siguió al colapso del comunismo y al atropellado desmembramiento de la Unión Soviética), nuestro acercamiento al periodo en cuestión busca enriquecerse con algún aporte valioso. Eso es justo lo que el lector encontrará en Un lugar sagrado donde cazar, la última novela de José Antonio Martínez Climent.
A diferencia de lo que sucedía en La tierra del grajo o Campo de víboras, dos de sus creaciones anteriores, el autor ha escogido como marco de su narración un contexto foráneo, en concreto el estallido de la Revolución de 1917 y los primeros años de la década de los sesenta del pasado siglo. Toda la historia gira en torno a la figura del príncipe Sergey Aleksandróvich Gudonov, erigido en narrador de su propia peripecia, quien siendo todavía un niño debe ver cómo el recién surgido poder soviético arrebata a su familia la totalidad de sus posesiones y la somete al árido estilo de vida con que los nuevos amos de Rusia pretenden uniformizar a aquella nación inmensa. Tales hechos dejarán en el carácter de este muchacho de doce años una huella indeleble: “El aire se volvió repentinamente gris, estanco, y cuando con la firme mano de mi padre al hombro hube de ceder mi cuarto de juegos a una mujer cuyo vocabulario se reducía a un par de inflamados imperativos supe que la vida que había conocido se disolvía, pues venía a suplantarla una odiosa impostura que habría de durar para siempre”.
Resuelto a, en la medida de sus posibilidades, combatir esa “odiosa impostura”, el protagonista ingresa en el cuerpo diplomático de la URSS persuadido de que en la traición a los intereses comunistas se encierra el modo de manifestar su lealtad a la madre Rusia. A su alrededor aglutina a media docena de compañeros (Kiril, Viktor, Dmitry…) que actuarán en connivencia con el protagonista y a los que éste, la víspera de su partida hacia los Estados Unidos como miembro de una legación comercial que en realidad sirve de tapadera a los intereses del NKVD (antecedente del KGB) les hará llegar una carta que más bien es un testamento anticipado: “Queridos amigos (…) partiré hacia Boston para cumplir una dudosa acción diplomática en nombre de algo que no existe. Pertenecemos al reino de la muerte en todos los sentidos. Actuemos en consecuencia”.
Queda sellado de este modo el destino de unos hombres cuya labor se desarrollará bajo la continua desconfianza del propio aparato que los ha introducido en el juego. En este ambiente de lealtades mudables, en el que todos sospechan de todos y donde el espectro de la Lubianka -el siniestro edificio en el que la policía del régimen interrogaba a los sospechosos de actividades contrarrevolucionarias- se proyecta en la imaginación de hasta el último de los ciudadanos del país como una amenaza permanente, las tendencias paranoicas, antes que denotar un desequilibrio psicológico, actúan como el único factor susceptible de garantizar la supervivencia de quienes se vieron forzados a vivir en el delirante frenopático que fue la Rusia soviética.
Sin embargo, lo mucho que pueda haber de opresivo en esta realidad histórica queda atenuado en la novela por varios elementos que son los que, en mi opinión, le otorgan una cualidad distintiva. El primero de ellos es la elegante soltura con que el autor salta a través de sus páginas de un decorado a otro, de los mortecinos ambientes moscovitas, con sus interiores menesterosos y sombríos, a las inmensidades sobrecogedoras de la estepa; del exotismo de una isla caribeña a la opulenta elegancia de una mansión bostoniana. Además, resulta que en paralelo a la trama de espionaje, que tiende a aparecer un tanto desdibujada, el protagonista vive una intensa historia de amor que, en realidad, es doble: con Ekaterina Fiodorovna, su amor ruso desde la infancia, y con Marina Gardner, la heredera norteamericana de un emporio armamentístico. Del tratamiento literario de estas dos relaciones brotan algunos de los párrafos más conmovedores de la novela. El talento descriptivo del autor alcanza entonces cotas extraordinarias. Martínez Climent –y éste es uno de lo valores centrales de toda su obra narrativa- acredita un dominio pleno del español, concretado en el manejo de un vocabulario exhaustivo y en el gusto por una sintaxis de periodos tan amplios como primorosamente pautados.
Si a ello le sumamos el fulgor de una inteligencia que se complace en una ironía desmitificadora y hasta en ocasiones autoparódica, el resultado es una novela apta tanto para el disfrute estético como para la reivindicación moral de un tipo muy concreto de héroe: aquél que, expuesto a la brutalidad de un poder que arrasó con el pasado, decidió hacer de su existencia una ofrenda de lealtad a una época irrecuperable, al arte de un estilo de vida a caballo entre la nostalgia por los ideales derrotados y la insistencia en una elegancia inquebrantable con la que sobrellevar las amarguras cotidianas del desencanto. Toda una lección, también, para nuestros días.