Nacido en Vancouver (Canadá) en 1973, el escritor Wells Tower hizo su debut en el mundo literario con esta colección de relatos publicada en 2009. Los elogios de la crítica anglosajona, si nos dejamos guiar por las referencias impresas en la solapa de la edición española, fueron entusiastas. Algunos ejemplos: “Un sobresaliente debut que descubre a Wells Tower como un autor de un increíble talento. Estos cuentos se devoran con ansia”, The New York Times. “Pocas veces he leído un libro de relatos tan rápidamente ni con tanto placer: un debut realmente brillante”, Independent. “Necesitamos libros como éste”, Esquire. “Un triunfo de libro, generoso y revelador”, The New York Observer.
Los nombres de los grandes cuentistas norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX afloraron de inmediato. En concreto, John Cheever y Raymond Carver fueron invocados a fin de situar al debutante escritor canadiense como digno continuador de una estirpe de autores caracterizada por un tratamiento de los personajes y ambientes cercano a lo que, desde varias décadas precedentes, se había dado en llamar el realismo sucio. Entornos deprimidos, vidas sumidas en un desconcertado naufragio, una constante búsqueda de escapatorias que de manera invariable acaban en un fracaso muy poco espectacular… Un contexto, en suma, de acusada precariedad, tanto material como psicológica, y cuyo impacto resulta si cabe más demoledor por el hecho de acontecer en el seno de una sociedad, la norteamericana, profundamente marcada por la idea de triunfo y del reconocimiento social que el éxito lleva aparejado como culminación necesaria de todas las expectativas personales.
Los relatos de Tower se sitúan, pues, en esta misma línea de recreación de la debacle. Miran debajo de la resplandeciente lámina de logros que constituye la cara más atractiva de la sociedad y nos descubren lo que hay allí: un puñado de seres conscientes de sus propias limitaciones para comprender la imparable deriva de sus vidas. Es precisamente la intuición que los personajes abrigan de sus torpezas e insuficiencias lo que proyecta sobre ellos una tenue luz de redención. Todos, en el fondo, quisieran estar viviendo vidas que no fueran las suyas; a todos les acucia el deseo de trasponer los límites de un horizonte mezquino; todos, de poseer algún talento, empeñarían sus mejores esfuerzos en escapar del reducto exiguo al que el azar o el destino les han condenado; a todos, en fin, la incapacidad para comunicarse con algunos de sus seres más próximos (su padre, su hermano, su pareja) les provoca una mortificación sorda y permanente que, en mitad de su perplejidad, sólo aciertan a mitigar a través de súbitos estallidos de rabia.
Llegados a este punto, es necesario encomiar la destreza de Tower para no haber hecho de su libro un prontuario de denuncias sociales, sino una obra de primer nivel literario. Un tono general de sarcasmo, si se quiere casi subrepticio, impregna la mayor parte de las páginas del libro, y son recurrentes las escenas que destilan un humor más bien sombrío y una crudeza despojada y ácida que un lenguaje bronco ayuda a remarcar. Pero junto a ello, hay hallazgos verdaderamente fulgurantes. El simbolismo del pepino de mar, por ejemplo, en el relato que abre el libro, y que es el causante de la muerte del resto de los peces del acuario del protagonista, suscita en éste un paralelismo sublime: “Pero Bob sintió cierta afinidad con la babosa. Si él hubiera sido un animal marino, no creía que Dios le hubiese ataviado con aletas azules y amarillas como el espléndido pez muerto que había en el suelo (…). No, seguramente habría pertenecido a la familia de ese pepino de mar, hecho a imagen y semejanza de las aguas residuales y caracterizado por proferir un eructo químico que arrasaba con cualquier cosa bonita que se acercase a él”.
En otro pasaje, la imposible relación entre dos hermanos distanciados por el tiempo y las rencillas queda de golpe iluminada a través de un instante de reconocimiento íntimo: “La vieja sonrisa despreocupada que le había visto en la infancia iluminó su rostro afligido (…). No tiene sentido intentar describir el amor que aún me inspira mi hermano cuando me mira así, cuando ha dejado de sacarme toda la lista de sus agravios y ha cesado durante un instante de despreciarse a sí mismo por no haber triunfado y por no haberse convertido en el nuevo John Tesh. Nuestra relación fraternal no es la que yo desearía para otros hombre, pero tenemos la fortuna de contar con un don único y sencillo: en esos escasos momentos de felicidad, podemos compartir la alegría con la misma pasión y con la misma concentración con que compartimos el odio”.
Es esta especie de poesía de la revelación, casi siempre más sugerida que explícita, lo que hace de Todo arrasado, todo quemado un libro extraordinario. El estilo combina un laconismo afilado con las evoluciones de una sintaxis más expansiva. La adjetivación es tan sorprendente como precisa. Las descripciones resultan con frecuencia de una belleza cortante. Relatos como La costa marrón, En la feria o el que da título al volumen (protagonizado, para sorpresa del lector, por una partida de vikingos en plena euforia destructiva) merecen la calificación de magistrales. Al contrario que en Flannery O’Connor, de quien Tower parece haber heredado un cierto gusto por lo grotesco, no se llega a rozar en ninguno de los pasajes del libro el instante de una epifanía sobrenatural. Pero, aun así, estos relatos nos muestran cómo de unas vidas arrasadas por el empecinamiento en el fracaso y arrastradas hasta el límite de la desolación, el arte de narrar puede extraer un reflejo de autenticidad, un último y precario destello de grandeza.