The Paris Review es hoy, tras más de medio siglo de historia, una revista legendaria por haber convertido las entrevistas a creadores del amplio ámbito de las letras: narradores, poetas, dramaturgos y guionistas de cine, en un notabilísimo género de indudable valor literario y humano. La presente selección, la más exhaustiva jamás publicada en nuestra lengua, reúne cien retratos literarios realizados a lo largo de sesenta años que abarcan la época dorada de la literatura universal del pasado siglo: Forster, Hemingway, Faulkner, Eliot, Pound, Auden, Lowell, Dinesen, Welty, Bishop, Pasternak, Frost, Céline, Simenon, Borges, Kerouac, Wilder, Carver, Cortázar, Kundera, Walcott, Yourcenar, Márquez, Murdoch, Atwood, Gordimer, DeLillo, Sontag, McEwan, Auster, Murakami, Rushdie, Eco o Marías, entre muchísimos otros. Además de un volumen inigualable de clases magistrales de literatura, el lector tiene en las manos lecciones de vida de los más grandes maestros de nuestro tiempo.
Cuando uno abre alguno de los dos tomos de The Paris Review, editados por Acantilado estupendamente hace cosa de año y medio, puede sentir cómo el barman, a su izquierda, desde la barra, le da los buenos días o las buenas tardes. Siente, también, cómo el olor a tabaco crece cuanto más adentro está de ese local con aforo de casi tres mil páginas y paredes llenas de retratos, dibujos, fotografías y espejos en los que se pueden ver, si uno se fija bien, cómo pasan repetidas esas idas y venidas de los camareros y sus bandejas. Uno desliza sus ojos, entonces, a lo largo de los dos índices —uno por tomo—, tratando de encontrar un nombre familiar entre tantos ilustres. Nombre que, al encontrarlo, te provoca una sensación muy parecida a esa que se tiene cuando encuentras una mano levantada sobre las cabezas, en la mesa del fondo, junto a la ventana y te acercas, te presentas, saludas y te sientas. O quizá quien levantaba la mano eras tú, porque habías llegado antes y estabas esperando. En cualquier caso, la entrevista ha comenzado.
Esa persona con la que ahora estás sentado, y que hace pocos segundos llamaba tu atención, puede que sea Milan Kundera; o Julio Cortázar; o Philip Roth; o Toni Morrison; o Doris Lessing; o Susan Sontag; o Paul Auster; o Haruki Murakami; o Vladimir Nabokov —algún día tengo que hablar de aquel asunto del té en The Apostrophes—; o Joan Didion; o William Faulkner; o Ernest “Papa” Hemingway; o Adolf Huxley; o Jean Cocteau; o Jorge Luis Borges —en este caso te habría levantado la mano María Kodama—; o Joyce Carol Oates; o Graham Greene; o T. S. Eliot; o John Steinbeck; o William S. Burroughs; o Gabriel García Márquez; o Guillermo Cabrera Infante —puro humo—; o Patrick O’Brian; o George Steiner; o Marguerite Yourcenar. Con ellos conversarás de todo, porque en las entrevistas de The Paris Review se habló de todo lo que se puede hablar con las personas que tienen algo que decir. La revista norteamericana se encargó de sacarles las palabras a lo más granado y selecto de la literatura de los siglos XX y XXI a lo largo de 67 años, creo. Por sus páginas han desfilado de todo: Premios Man Booker, Nacionales de Literatura de no sé cuántos países del mundo, Premios Príncipe/Princesa de Asturias, Premios Nobel y, también, eternos candidatos al Nobel, que son los que a mí me parece más tiernos.
The Paris Review es un libro para toda una vida, de mesa de trabajo, no de mesa de noche. Uno tiene que tenerlo en esa estantería que se tiene cerca del escritorio y, de cuando en cuando, sacarlo, abrirlo al azar, o abrirlo con premeditación, con conocimiento de lo que busca y —seguro— va a encontrar. Y entonces estás con ellos, que hablan sobre las lecciones que han aprendido de la vida, las lecciones que les ha dado la vida y las que ellos pueden dar a la vida. Porque los parroquianos de este The Paris Review pueden hablarnos sobre el éxito y el fracaso, sobre el esfuerzo. A mí me encantan los escritores que no van a lo fácil, a las musas, y que creen que lo mejor es que si te tiene que pillar esa cosa tan manida que llaman inspiración, te coja con papel, pluma y tinta sobre el que escribir. Esa es otra, ¿qué prefieren, máquina o a mano?
Si tuviera que extractar algo de todo lo que hay en estos volúmenes, quedarme con alguna de esas charlas, vamos, sería, barriendo un poco para casa, con la de Camilo José Cela. El gallego explica su concepción literaria, que va un poco en la línea esforzada de trabajar entre ocho y diez o doce horas al día y que dice que «Para enfrentar esta tarea [la de escribir] he de sentir que quiero decir algo y de que lo que quiero decir merece la pena. Por supuesto, uno debe estar convencido de que escribir cien veces, como un niño en el colegio, ´No hablaré en clase’, no es literatura en absoluto». De Camilo me espero ya de todo, porque le he leído mucho, aunque no suficiente, pero siempre sorprende. «De mí han dicho de todo, desde que soy un genio hasta que soy un deficiente mental. ¡Al menos una de las dos cosas tiene que ser errónea!» Esa entrevista a Cela a mí me huele a Café Gijón, me recuerda aquellos nuestros buenos tiempos, me da trae cierta nostalgia de lo no vivido y me hace querer leerle, como no puede ser de otra manera.
Las charlas que se publican en The Paris Review mantienen y ponen en valor el contexto, te cuentan la previa del partido, cómo encuentran al personaje, en dónde lo encuentran, qué está leyendo, qué está tomando, lo que sienten ante su figura. Y eso el lector mitómano lo agradece, pues uno puede no haber tenido la suerte de encontrarse ante esos grandes. Evelyn Waugh recibe al periodista en la habitación de un hotel de Londres, le invita a fumar un puro mientras el escritor se mete en la cama para contestar. Brodsky recibe en su casa, tiene prisa porque está pendiente de entregar un libro de poemas, pero una vez metido en la conversación, le dedica tres horas. Casi todos son grandes conversadores. Y algunos se divierten en un juego de palabras y laberintos con el autor. Por cierto, cuelan a Billy Wilder, y eso es fantástico. En palabras de la editora Sandra Ollo —gracias Sandra— esto era necesario porque The Paris Review «aunque fundamentalmente entrevistó a escritores, de manera esporádica también se ocupó de personajes que no lo eran estrictamente, y hemos colado a Wilder, por una razón sentimental, porque lo considero uno de los mejores cineastas de la historia». Vivan las razones sentimentales.
Uno nunca necesita una excusa para quedar con los amigos a tomarse un café o una caña, especialmente con esos amigos de los que uno vuelve cargado de recomendaciones y ganas de leer, ver cine o probar un nuevo restaurante. Y como todos estos escritores, todos esos nombres que aparecen uno tras otro en las páginas de lo de Acantilado, son, en el fondo, amigos, uno no necesita una excusa para entrar en este Café The Paris Review y vivir en su propia carne esos téte a téte memorables. Porque más que un libro es un curso de literatura, un libro de consulta, pero sobre todo uno de esos viejos cafés donde los mitos literarios te explican por qué eso de inventar y crear historias es una necesidad demasiado humana. Ahora dejo esto y me voy a poner con la de Lawrence Durrell, que huele y sabe a casa de vacaciones, a leer en la playa y a helados al anochecer, a ver qué dice.