No le voy a descubrir ahora a Joseph Roth. Acantilado tiene su obra escudriñada y sus novelas más aplaudidas –La marcha Radetzky, Job, La cripta de los capuchinos…– están editadas por tierra mar y aire. De hecho la mitad de sus novelas tiene página propia en Wikipedia. Aunque no así la que hoy traigo. Y ese vacío me hace albergar la esperanza de que su existencia le haya pasado desapercibida hasta ahora.
Hablo de Tarabas (1934), una novela rusa –bien– que no está escrita por un ruso –mejor–. Tiene, por tanto, toda la vehemencia de los hijos de la madre Rusia, pero sin la plaga de párrafos cavilosos con que escribían hasta la lista de la compra. Además, desde la primera página uno se da cuenta que está ante un Roth conciso, fibroso, en estado de gracia. Resulta poético, resonante, pero al mismo tiempo lleno de vigor. Una poesía viril y tan fuertemente trenzada como el correaje de un barco.
Y el estilo sintoniza a la perfección con el personaje. En ningún caso es cerebral; nunca es abstracto. Ve, huele, bebe y pisotea el mundo, y siempre a través de los sentidos. Todo en la novela tiene volumen y peso. Lo anterior, nos obstante, no implica que sea una obra terrenal. Hay trascendencia, hay Dios, eso sí, un Dios que se toca con las manos, uno al que se le pueden arrancar las barbas o que te puede obligar, posando su mano sobre tus hombros, a hincar las rodillas en tierra.
La novela cuenta la historia de Nikolaus Tarabas, un animal que de humano solo parece tener lo supersticioso y cuya vida queda marcada por el vaticinio de una gitana. Serás un asesino y luego un santo. Dos tiempos pues: tiempo de pecar hasta la extenuación y tiempo de expiar cada una de sus faltas.
Ese es el arco de la novela. El Tarabas joven está desubicado, desnortado hasta que se topa con la guerra. Entonces descubre su vocación: ha nacido para derramar sangre. Su valentía, su crueldad y su desprecio por la muerte le hacen ascender por el escalafón hasta que, lamentablemente, la guerra acaba y con ella su hábitat, su mundo –qué atento siempre Roth a lo crepuscular–. Despunta la época de los burócratas y las sutilezas políticas que él ignora y desprecia. Todavía insistirá en continuar por su cuenta y erigirse como caudillo. En cualquier caso le durará poco porque ha llegado la hora de la expiación. Y cuando llega, ya puedes ponerte a patalear si quieres, que de nada sirve.
Y si Tarabas como hombre de la guerra no tuvo medida, tampoco la tendrá ahora como andrajoso peregrino. Intenso fue su ascenso, intensa su caída, y aún ambas habrán de ser superadas por su redención. Y aunque en todo su periplo Tarabas descuella, no alcanza la grandeza hasta que echa a perder su cuerpo revestido de harapos. Destrucción y gracia.