El universo narrativo de Michel Houllebecq se despliega sobre una civilización exhausta. En una estupenda semblanza aparecida en esta misma web (Houellebecq, el último galo), rebosante de inteligencia y espíritu mordaz, Domingo González escribe que “sus personajes encarnan ejemplarmente la penuria interior del hombre posmoderno”. En la expresión “penuria interior” reside a mi juicio la clave para desentrañar el sentido de las obras del escritor francés. Al contrario de algunas de las más célebres distopías aparecidas a lo largo del convulso siglo XX, al fondo del paisaje de ruinas que cartografía Houellebecq no reverberan los ecos de una debacle económica, de un cataclismo bélico o de una muy profetizada hecatombe ecológica. Lo que hay es un hombre deshabitado, el desenlace natural de un proceso en curso que acontece en sordina, sin grandes conmociones que alarmen a una opinión pública que, por otra parte, hace décadas que permanece –o al menos ésa es la impresión que transmite- más apática que anestesiada.
En la indagación del foco que da origen a esta particular modalidad de decadencia, Houellebecq nos remite a la configuración de un nuevo tipo humano que es el que, con unas u otras variaciones, encarnan sus personajes. Personajes desprovistos de la fibra vital necesaria para sobreponerse a las contradicciones en las que naufraga un Occidente que ha renunciado a su herencia para, envuelto en el dulce sopor de la abulia y en la narcótica persecución de todo tipo de placeres alienantes (entre los cuales el sexo desligado de sentimientos y el consumo de pornografía ocupan un lugar preeminente), dejarse arrastrar por la marea nihilista que lo conduce hacia un epílogo anunciado.
Quedan de este modo delimitados los contornos de una sociedad compuesta mediante la agregación de una nebulosa de individuos desvinculados entre sí. Las proclamas disolventes de Mayo del sesenta y ocho se maridan- en una alianza tan insospechada como, a la postre, inevitable- con la lógica del hipercapitalismo rampante, y de ese insólito mestizaje emana la atmósfera cultural en la que los últimos hijos de una Europa agotada arrastran sus existencias sin otra cosa que ofrecer que no sea su neurótica preocupación hacia sí mismos y hacia su hedonista modo de vida. Sin vínculos familiares, siempre en el límite del vacío, se erigen en los exponentes casi exánimes de una sociedad de consumo en la que, pese a lo acomodado de su posición, no alcanzan a conocer una felicidad estable. No obstante, unos cuantos de ellos consiguen mantener un último vestigio de interés hacia la vida mediante el cultivo de alguna inquietud intelectual o estética. Un remedo de fe.
Esto es lo que le sucede a François, el protagonista de Sumisión. Su dedicación al estudio de la obra de un escritor francés del último cuarto del siglo XIX, Joris-Karl Huysmans, además de actuar como tabla de salvación durante lo que él mismo califica como “mi triste juventud”, le ha proporcionado un cierto estatus en el mundillo intelectual parisino y le ha abierto las puertas de la universidad, donde ejerce como profesor de Literatura. Es justo en este punto de su vida cuando las elecciones presidenciales de 2022 van a suponer una sacudida sin precedentes a la realidad política y social del país, y, en consecuencia, a la propia vida del personaje. El triunfo de Mohammed Ben Abbes, islamista moderado, acarreará toda una serie de paulatinas pero imparables transformaciones que, al margen de algunos conatos de violencia rápidamente sofocados, sentarán sin demasiados contratiempos las bases de un modelo de convivencia cada vez más alejado de los cánones que los biempensantes ciudadanos de una de las sociedades más modernas y progresistas de Europa habían considerado inamovibles.
Sin ser quizá la mejor novela de Houellebecq, el autor acredita a lo largo de sus páginas la habilidad necesaria para situar todo este proceso dentro de un contexto inquietantemente verosímil. A través de la mirada de su personaje-narrador -en un principio perpleja y un punto aterrada, luego más analítica y posibilista, finalmente pragmática y casi fascinada ante la recién estrenada situación-, describe con minuciosidad el giro civilizatorio que imprime el nuevo gobierno en el curso de unos pocos meses. Sin entrar en detalles que irían en menoscabo del interés del lector hacia el desarrollo de la trama, la conclusión más obvia es que, para hacerse con el poder, los nuevos señores no han tenido más que golpear sin demasiada contundencia los muros de la fortaleza a la que pretendían acceder y éstos se han derrumbado. La resistencia ha sido mínima. Se ha cumplido, con una facilidad que deja en el lector una incómoda impresión de asentimiento ante lo que parece el desenlace de un proceso natural, aquello que el periodista Cristopher Caldwell vaticinara no hace tanto: “Cuando una cultura insegura, maleable y relativista se encuentra con otra que está arraigada, confiada en sí misma y reforzada por unas doctrinas comunes, suele ser la primera la que cambia para adaptarse a la segunda”.
De la inseguridad, la maleabilidad y el relativismo de nuestra cultura Houellebecq tiene muy claro quiénes son los responsables: los miembros de una élites intelectuales, económicas y políticas que, instaladas en el vacío moral que resulta correlativo a su interés exclusivo por acrecentar indefinidamente su poder, han dimitido de todos sus compromisos cívicos entregándose a los alucinógenos efectos de un multiculturalismo que, a la postre, los ha devorado. Dominados por la estupidez y la perversidad, no supieron –o no quisieron- velar por la custodia del tesoro que se les había confiado.
«Si hay alguien hoy, en la literatura mundial, que reflexiona sobre la enorme mutación que todos sentimos que se halla en curso sin que tengamos los medios para analizarla, es Houellebecq»
«La novela más densa e inquietante de Michel Houellebecq. Una meditación sobre el declive de nuestra sociedad y el deseo de sumisión»
«Divertida, impertinente y desesperada, Sumisión esconde una inaudita lección. Menos escandalosa de lo que se ha dicho y más sutil de lo que parece»
«Michel Houellebecq describe el malestar desde el interior, como un médico, más interesado en sanar que en denunciar»
«Sumisión marca uno de esos hitos excepcionales en los que la política y el arte coinciden. El más destacado misántropo literario europeo ofrece una visión fascinante y asombrosamente pesimista de la naturaleza humana»