Decía Gabriel Miró que él era un escritor sin biografía. No había cazado elefantes en Namibia, ni había combatido en la Gran Guerra, ni había encadenado mujeres en busca de un ideal de sí. Puesto que es el autor de obras tan meritorias como El obispo leproso o Las cerezas del cementerio, las palabras de Miró hay que interpretarlas como una reivindicación de la peripecia interior del escritor y, no sólo del escritor, sino de cualquiera. Sentir, entender o transitar por el mundo, aun sin grandes alharacas, ya es una aventura suficientemente potente. Si además uno tiene la pericia de contar, de esas biografías silentes pueden surgir obras maestras como la que hoy nos ocupa: Stoner.
Hace poco, al hablar de Helena o el mar del verano, nos referimos a un tipo de libro que estalla con temporizador, décadas después de su publicación. Libros que necesitan ser descubiertos, que lo son cuando ya se los daba por perdidos. En el caso de Stoner, pasaron más de 50 años antes de que los críticos cayeran rendidos ante esta obra editada en 1965, de la que era responsable John Williams, un oscuro profesor universitario fallecido en 1994. De repente, se alzó un clamor que fue replicándose primero en la angloesfera y luego en el resto del orbe lector. En España fue la pequeña editorial Baile del Sol la que se lanzó a editar este libro, que ha cosechado un éxito inesperado también en nuestro idioma.
Stoner narra la vida de un hombre, hijo de granjeros, que descubre en la universidad su pasión por la literatura y la docencia, que vive en una pequeña comunidad, se casa y descubre el amor fuera del matrimonio, cumple con su tiempo y con cada uno de los desengaños. Una novela bella y triste, sencilla y honda. Podría decirse que estamos ante una novela de aprendizaje, pero lejos del molde del bildungsroman, en Stoner el aprendizaje abarca toda la vida, no sólo la juventud. Esa intimidad con la experiencia vital del protagonista es mérito de un autor que renuncia a las fórmulas de su tiempo, que escribe con un clasicismo que no deshonra en ningún momento la pequeña gran vida de este profesor.
Los norteamericanos llevan décadas, un siglo o más, buscando entre las novedades «la gran novela americana», ese espejismo que es un Eldorado para incautos y a menudo una simple clave de marketing. Lo han buscado en obras inabarcables y polifónicas, con mucho alarde de voces y perspectivas; lo han buscado en tramas sofisticadas, en narraciones de potente simbolismo o en titánicos esfuerzos estilísticos. No digo que Stoner sea «la gran novela americana», pero sí que abre el marco en el que es posible encontrarla, si fuera posible, valga la paradoja.
De repente, una novela en la que no sucede casi nada se alza con el favor de todos a fuerza de honestidad, jugando limpio y sin querer retar al lector más que a verse reflejado en el otro: ese William Stoner de vida mínima que acumula renuncias y decepciones. Un personaje que nos acompaña o al que acompañamos desde su nacimiento a su muerte, al que vemos quedarse rezagado de sus compañeros, alentar una pasión íntima por los libros, descubrir con retardo (o justo a tiempo) el amor. «En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra».
Es esta idea de «proceso» la que cautiva de la obra de John Williams. El autor parece querer decirnos a través de la peripecia silente de Stoner que hace falta mucho tiempo y mucha experiencia para todo, que no existen revelaciones definitivas, ni tristezas o alegrías inapelables, que nadie gana o pierde del todo y que la vida pasa de una sola manera para cada uno de nosotros. Stoner es un gran libro porque parece haber sido escrito sin el propósito de serlo. Es la recapitulación o memorial de un autor que no intenta exceder a su personaje ni plantar una raya en el agua.