Ese momento en que la sangre te quema dentro a 850 grados de temperatura, en que lo párpados se tensan como la cuerda de un arco y los dientes están a punto de comprobar lo que hay dentro de la lengua. Ese momento en que concibes planes que te llevarían a la silla eléctrica, a pisotear flores. Ese suele ser también un momento de efervescencia, casi de iluminación verbal. Me voy a [verbo] en [y aquí la musa siempre te asiste].
Pues Stanley y las mujeres es fruto de esa pirotécnica y venenosa inspiración, cuya característica principal es que siempre se dirige contra alguien. En el caso que nos ocupa, contra la mujer. Y la mujer entendida como un todo, como la entiende el Ministerio de Blaberías. Está mal, desde luego, pero como el señor Kingsley Amis está muerto –y murió con sus malas pulgas a cuestas–, y como, por otro lado, no tengo alma de censor ni planta de ministeriable, he de decir y digo que la novela resulta maliciosamente divertida. ¿Placer culpable? Bueno, faltaría la culpa.
Stanley Duke, protagonista y agujero negro de la novela, gestiona la publicidad de una publicación sita en la emblemática Fleet Street de Londres. La acción detona cuando a su hijo le diagnostican una enfermedad mental: esquizofrenia, según un doctor de la vieja escuela; trastorno esquizofreniforme, según una colega más vanguardista. Ah, el cegador avance de la ciencia psiquiátrica.
Stanley Duke cruza la siempre conflictiva mediana edad, en la que, dice mi abuela, los hombres se vuelven medio tontos y o bien se compran un coche o bien se buscan una amante. Y en Inglaterra ha de suceder algo similar porque Stanley se tira toda la novela flirteando y a lomos de un Apfelsine FK3. Como decíamos, todo se complica con el enloquecimiento de su hijo y las tensiones que ello genera entre su exmujer, lunática y actriz pese a las evidencias, y su actual esposa, cuyo mayor atractivo es que “seguía sin parecerse a su madre”. Y él en medio, intentando lograr lo que el Super Glue no consigue sino en los anuncios.
Porque no sólo ha de lidiar con la locura clínica de su hijo, sino también con la constitutiva, según consenso de todos los varones de la novela, del sexo femenino:
«Esas mujeres tienen una imagen distorsionada de la realidad. Desde luego, no hasta el punto de creerse Napoleón, pero, de cualquier modo, la imagen está distorsionada. Más que en el caso de esos tipos que piensan que la Tierra es plana, porque al menos con ellos se puede mantener una buena charla sobre fútbol.»
Pero no todo es misoginia. También hay mucho clasismo, y se nota con el oído. Stanley está obsesionado con los acentos, marca indeleble de la procedencia de cada cual, casi un estigma. Acento de este lado del Támesis o del otro, de Escocia, del sureste, acentos incluso que apestan a sidra. Y por más que uno intente alejarse de su origen, siempre habrá un soniquete, la apertura de una vocal o una consonante arrastrada que descubra dónde está atada la cadena por más larga que sea. Y ya, aparte, estarían los estadounidenses, todos, que no sólo tienen un acento que hiede a distancia, sino que además son capaces “de decir cualquier cosa si les das tiempo”.
En definitiva, una novela despreciable, sabrosísima.