Cuando leí la noticia hace pocas semanas, supe que estaba hecha del material del que están hechos los sueños: el Endurance, el legendario barco de Shackleton, había aparecido intacto a 3.008 metros en el mar de Wedell, más de un siglo después de su naufragio.
Si los grandes personajes de ficción nos parecen reales, con los grandes hombres reales, como Ernest Shackleton, nos ocurre a veces lo contrario: están envueltos en una capa de mito que los acerca a la literatura, de modo que a veces no estamos del todo seguros de si existieron de verdad. Las fotos del casco del Endurance sacaron a nuestro hombre del cielo de los exploradores de ficción -donde viven Arthur Gordon Pym, el Capitán Nemo o Allan Quatermain– y lo devolvieron por unos días a las páginas de actualidad.
Una de las razones de que Shackleton parezca un personaje ficticio es, precisamente, el libro que reseño, que parece a su vez una novela. Pero no porque el autor abuse de la imaginación: de hecho, es un ejercicio impecable de documentación tan profusa como rigurosa, que cumple a pies juntillas lo que promete en su prefacio (“Me he esforzado en relatar los acontecimientos tal y como ocurrieron y en describir con la mayor exactitud las reacciones de los hombres que los vivieron”). El mérito de Alfred Lansing, y el rasgo que lo acerca a los novelistas de aventuras, es su capacidad para desplegar ese material con un pulso narrativo envidiable, que agarra al lector y le hace pasar por unas horas un frío letal, aunque abra el libro, como yo, cerca del trópico.
Aunque el relato es coral y cuenta con las aportaciones de muchos tripulantes, en el fresco sobresale la figura gigante de Shackleton, “el Jefe”, cuyo modelo de liderazgo debería ser estudiado -si no está ya en el temario, que supongo que sí- en las escuelas de negocios. Su figura nos resulta mucho más simpática que la de Robert Scott. Impaciente, lleno de dudas y de deudas, supo unir y motivar a su tripulación en el momento más difícil, ese que comenzó, precisamente, cuando el Endurance quedó atrapado en el hielo en febrero de 1915, y condujo la expedición con pulso firme hasta concluirla sin perder ningún hombre.
Sobre la llamada Edad Heroica de la exploración de la Antártida se ha escrito mucho y muy bueno, empezando por los relatos de los protagonistas, pero creo que ningún otro libro es tan fascinante como este, publicado por primera vez en 1959. Pronto se convirtió en un éxito de ventas, se tradujo a muchas lenguas y despertó en muchos lectores el gusanillo de la aventura. Algunos se lo tomaron muy en serio, como Ramón Larramendi, uno de mis exploradores favoritos de la actualidad, creador del trineo de viento, que firma el prólogo –espléndido, por cierto- de la última edición española.
Por todas esas razones hay que leer Endurance; aunque quizás, en el fondo, esta reseña sobra. Al lector, o al menos al lector que la obra de Lansing merece, le sobraría con un párrafo corto, rotundo y sincero. Uno como el que usó la expedición de Shackleton para reclutar a sus hombres, y que se ha convertido en uno de los grandes clásicos de la publicidad:
“Se buscan voluntarios para viaje peligroso. Se ofrece: sueldo exiguo, frío intenso, y se garantizan largas horas de absoluta oscuridad. Regreso incierto. Honores y reconocimiento en caso de finalizar el viaje con éxito”.
¿Acaso hace falta algo más?