Para quienes se sientan saturados de la temática guerracivilista, la lectura de Juan Marsé quizá resulte un tanto desaconsejable. No en vano, una parte significativa de su obra narrativa gira alrededor de la indagación en el mundo de la posguerra y los primeros años del franquismo. El resultado, en una primera lectura, no se aparta demasiado de lo previsible en un autor al que se le intuyen las ganas de ajustar cuentas con el pasado: penurias, oscuridad, miserias morales…
Los personajes de Marsé deambulan por un entorno descolorido, atrapados entre un presente de sueños desbaratados y un futuro al que se asoman con más escepticismo que esperanza. La crudeza de la realidad moldea temperamentos áridos, aunque también alumbra perfiles audaces que empeñan lo mejor de su ingenio en el intento de escapar de los estrechos horizontes a los que parece condenarles su origen. Es lo que sucede con el que seguramente resulta ser su personaje más emblemático, el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa, novela que ilustra el afán por cambiar el signo de la suerte –tema, por otro lado, omnipresente en la narrativa decimonónica- que llena las vidas de quienes han tenido la desdicha de venir al mundo en alguno de los estratos más desfavorecidos de la sociedad.
Sin embargo, una aproximación meramente ideológica a su obra nos privaría de reconocer en Marsé a un narrador singular, capaz de forjar un universo propio. El suyo tiene como escenario la ciudad de Barcelona, un ámbito nítidamente escindido entre la burguesía autóctona y esa masa de marginados de origen foráneo, fuerza de trabajo imprescindible para el desarrollo industrial de Cataluña, y a los que de manera despreciativa se aplica la denominación de «charnegos».
Definidos así los vértices del contexto social en que se desenvuelven, las novelas de Marsé despuntan por la capacidad de trascender su contenido sociológico y brillar como creaciones literarias de muy notable calidad. Ronda del Guinardó es un ejemplo palmario de ello. A partir de una anécdota muy leve, el autor enfrenta a dos personajes que constituyen de por sí sendos emblemas de su mundo literario: un inspector al borde de su resistencia vital, descreído y bronco, y una muchacha huérfana, Rosita, a punto de abandonar la adolescencia, y a la que el inspector acompaña hasta el depósito de cadáveres para que identifique el cuerpo del que la policía sospecha que fue el autor de su violación dos años atrás.
Este trayecto al filo del anochecer por las destartaladas calles del Guinardó es todo el argumento que necesita Marsé para componer una pequeña maravilla literaria. Hay, por descontado, una atmósfera de desencanto envolviendo la trama, y ello no sólo por la sordidez de los hechos que le sirven de trasfondo, sino por el tratamiento que da el autor a uno de los temas predilectos del conjunto de su obra: la pérdida de los últimos vestigios de inocencia. Es esa inocencia la que al inspector le gustaría ser capaz de preservar en la persona de Rosita, pero a medida que avanza la acción comprende que su empeño –el último quizá en dar sentido a su ingrata labor de policía- resulta estéril. El paso del tiempo y la dureza de una vida al borde de la marginalidad han convertido a la muchacha en un ser distinto de quien era tan sólo un par de años antes, y la paulatina constatación de esa realidad, sorda e inexorable, tiene en el ánimo del inspector una repercusión que agudiza su desfondamiento íntimo.
Las descripciones de Marsé rozan el prodigio de lo poético. Refiriéndose a la muchacha, leemos, por ejemplo: «Sus ojos interrogaban el aire remansado bajo los tilos sombríos, las pérgolas arruinadas y los torcidos columpios sin niños. Traía los dedos baldados, las rodillas como ascuas. De vez en cuando agitaba los codos aireándose los sobacos festoneados con la pálida media luna de sudor».
En otras ocasiones, en especial cuando profundiza en el estado de ánimo del inspector, las frases se tiñen de una tonalidad sombría: «Al salir pidió una cerveza en el mostrador. Dejó la cerveza a la mitad y pidió un vaso de tinto y después otro. Mientras bebía mirando a la calle, de pie junto a la puerta vidriera, pensó vagamente en su mujer y en los hijos que no había tenido, y luego pensó en el negro claustro del retrete como en un ataúd puesto de pie junto al cadáver que le esperaba en el depósito del Clínico».
Una extraña afinidad define la relación entre los dos personajes protagonistas, en apariencia antagónicos, pero a los que une un aire compartido de orfandad, una necesidad de ternura en un mundo que tritura a los débiles y profana la pureza de la mirada con que, en alguna ocasión, fueron capaces de contemplar las cosas. Unas pocas líneas le bastan a Marsé para sugerirlo: «Rosita tensó la mirada, sin un parpadeo; por un breve instante, entre el arrebol de sus mejillas y el carbón de sus ojos circuló una ponzoña febril, un ajetreo de sedas y alacranes».
Ésta es toda la historia y, sin embargo, qué manera de plasmarla. La muchacha prematuramente resabiada, experta en fingimientos y añagazas, y el policía taciturno y casi muerto en su interior caminan juntos por el Guinardó nocturno, en dirección al depósito de cadáveres donde todavía les aguarda el descubrimiento de un último estropicio, apresados ambos en la fatalidad de un destino para el que hace ya tiempo que dejó de haber una salida.