“Su historia, señor Buchan”, escribió un soldado desde el frente de la Gran Guerra, “es especialmente valiosa en medio del barro, la lluvia, los proyectiles y todo lo que hace deprimente la vida en las trincheras”. Publicada en 1915, primero en las páginas del Blackwood’s Magazine e inmediatamente en libro, Los 39 escalones cautivó a muchos combatientes: ofrecía aventuras de ritmo vertiginoso, escenarios abiertos –los de Escocia-, mucha acción, golpes de humor, una trama conspirativa y giros impactantes, justo lo que se necesitaba para combatir el tedio de la guerra de posiciones. No es extraño que fuera un éxito atronador y que pasara de mano en mano entre las tropas movilizadas –es un decir- en los campos franceses.
Pese a su carácter evasivo, la historia se desarrolla justo en esa época; en 1914, en concreto. Mientras Europa se asoma a la contienda, Richard Hannay se aburre. Tiene cerca de 40 años y acaba de regresar a Londres después de una larga temporada en Rodesia. Contradiciendo la célebre frase de Samuel Johnson -cuando un hombre está cansado de Londres, está cansado de la vida-, la vida en la metrópolis le provoca un profundo hastío. Hasta que se cruza con un vecino, un enigmático americano que le revela, justo antes de ser asesinado, un secreto político que puede cambiar el futuro de Europa.
Hannay se zambulle entonces en una gigantesca trama de espionaje que supera con mucho sus conocimientos previos, pero su audacia y su intuición le permitirán hacer frente a un enemigo poderoso. El escenario principal de la persecución es Escocia, una Escocia de granjeros, rebaños de ovejas y trenes de vapor en la que parece que va a aparecer de pronto algún rebelde jacobita, y ese es precisamente uno de los aciertos del libro. El otro es el protagonista, que aparecería después en otras novelas del autor. Hannay nos cae bien porque se acerca a la tragedia con ligereza y una sonrisa de desdén, sin poder disimular del todo que convertirse en “espía a la fuerza” le parece, además de peligroso, terriblemente divertido.
La adaptación de Alfred Hitchcock en 1935 fue tan brillante como libre. El arranque de la versión cinematográfica –en un teatro de variedades– es, si cabe, mejor que el del libro, y abre la puerta a un final quizás no muy verosímil, pero sí ingenioso. Robert Donat es un espléndido Hannay. La versión de 1978, dirigida por Don Sharp, es más fiel al modelo literario, y, aunque opacada por la sombra del clásico, es una muy notable película de espías.
Al margen de las adaptaciones directas, se pueden encontrar trazas de Los 39 escalones en buena parte de los thrillers contemporáneos. La idea del hombre corriente que se ve inmerso, por casualidad, en una conspiración internacional de altos vuelos nos resulta hoy familiar. Sin salir de Hicthcock, ¿les suena Roger O. Thornhill / George Kaplan, un descendiente no tan lejano de Hannay? Si en el cine la sombra de esta novela es alargada, también dejó un buen legado en el cómic: la historia de La isla negra, de Hergé, está parcialmente inspirada, creo, en el best seller de Buchan.
Un siglo después de la carta de aquel soldado, yo no devoré el libro en las trincheras, por suerte, sino en un banco del aeropuerto de Santo Domingo, en un viaje de trabajo, mientras esperaba un vuelo que salió con un retraso enorme. Y les aseguro que la receta sigue funcionando: Los 39 escalones es un medicamento infalible contra el aburrimiento.