Se pone bastante en evidencia el muchacho de ciudad que no sabe diferenciar las orquídeas de los tulipanes. Para el protagonista de esta entrañable novela de Reginald Arkell, el equívoco sería imperdonable porque las flores fueron, en su solitaria infancia, territorio de los ensueños. Arkell, enamorado también de los jardines, inicia el relato biográfico de Herbert Pinnegar, un anciano hosco y huraño, que solo ha tenido una ocupación en su larga existencia: cuidar, con el primor con que lo haría un conservador de los museos vaticanos, el jardín de la mansión de Charlotte Charteris.
El perfil de Pinnegar es inolvidable porque uno siente que el mundo ha perdido algo cuando el personaje provoca tanta extrañeza en el lector. Para nuestra desgracia, es difícil entender el orgullo que nace en él cuando echa la vista atrás y constata que se ha entregado, con tanta pasión como profesionalidad, a la tarea de adornar un jardín. Pero Arkell sabe transmitir lo importante que es un jardín: “el mundo comenzó en uno de ellos” señala en este hermoso tributo a las virtudes clásicas y, más que nada, a la inocencia de ese mundo primigenio.
No hay nada llamativo en este jardinero atrabiliario y gruñón, ni trágico. Se trata, pues, de una novela de costumbres, en la que se adivina la alabanza de la vida honesta, de la tranquilidad y comunidad que está desapareciendo. Pinnegar vive en ese momento de transición entre la época victoriana y la eduardiana, cuando irrumpen para conmover los cimientos de su universo individuos que piensan que hacen mejor las cosas y que las máquinas deben, por tanto, reemplazar a las manos. Vive en ese intersticio entre lo nuevo y lo antiguo, de la misma manera que bascula entre las exigencias del campo y la irrupción de la ciudad y es ese terreno el que explora Arkell, siempre con unos giros irónicos y desternillantes.
Pinnegar se encuentra más cómodo entre parterres y geranios que entre hombres. Y cualquier aficionado a la jardinería sabe que las plantas requieren no solo más mimos, sino también más confidencias que los seres humanos. Desde este punto de vista, la sensibilidad que muestra el avejentado jardinero jefe sirve para realzar las contradicciones de su carácter. En él, además, todos reconocemos al vecino malhumorado que apenas nos saluda, pero de cuyas lamentos depende en gran parte la calidez del descansillo
Si ningún señorito de piso tiene capacidad para saber cuándo tiene delante una prímula, hoy desafortunadamente nos falta sensibilidad para suponer la función esencial que desempeñaba un jardinero. Lo mismo podríamos decir de un panadero, antes de que metiéramos a cocer caucho con forma baguette en hornos industriales. Con Recuerdo de un jardinero inglés, Arkell nos destapa un poco la cortina del tiempo que nos separa de aquel cosmos comunitario en el que las personas se llamaban por su nombre y no existía distancia entre lo que uno era y lo que hacía.
La adustez del protagonista es, también, secuela de la jardinería, del mismo modo que al pintor se avinagra necesariamente el carácter cuando se da cuenta de que la imagen que le inspiró y las líneas del lienzo no concuerdan. Según Arkell, todo jardinero es un ser frustrado porque ha de vivir sabiendo que las flores nunca brotan en el momento oportuno. De ahí que esta breve y maravillosa novela constituya, al mismo tiempo que una obra maestra, una maravillosa lección de tenacidad, esfuerzo y entrega.
Por otra parte, el jardinero inglés, mitad mayordomo, mitad lord, al que la novela homenajea es toda una institución en la campiña británica. Tan impresionante es la novela que uno no consigue quitarse de la cabeza el momento en que el viejo yerbas, ataviado de pajarita, entrega en un cuenco plateado un manojo de fresas recién cogidas a su señora.