Cuando la hija de Astrid Lindgren enfermó de neumonía en 1941, a su madre no se le ocurrían más historias para tenerla entretenida. Un día, imagino que ya cansada y sin ideas, le preguntó: “¿Pero qué más quieres que te cuente, Karin?”, y Karin le respondió con mucha naturalidad que lo que quería era que le hablase de Pippi Calzaslargas. Y así, de un nombre inventado y de la necesidad de distraer a su hija, nació la niña pelirroja de trenzas tiesas, mono en el hombro y fuerza descomunal a la que conocemos tan bien. Tres años más tarde Lindgren aprovechaba la convalecencia por una lesión de tobillo para pasar al papel sus historias y regalarle a Karin una elegante carpeta negra con el manuscrito de Pippi Calzaslargas en su décimo cumpleaños.
Hay dos cosas fundamentales en los libros de Pippi Calzaslargas que los niños cazan al vuelo y que explican por qué siguen teniendo tantísimo éxito 75 años después de que se publicasen por primera vez. La primera es que Lindgren tiene esa capacidad tan especial (y tan rara) de ponerse a la altura de sus lectores: ni se rebaja ni les habla desde arriba. Ella escribe como si se hubiera sentado cruzada de piernas en el suelo con ellos, sin más pretensión que la de contarles las historias más fantásticas que se le pasan por la cabeza. Y la segunda es que disfrutó muchísimo escribiendo los cuentos de esta niña tan loca, y eso es algo que se nota y que no se puede disimular. A Lindgren le gustan los niños y los niños lo saben, y se acercan a sus libros como se acercarían a ella en lugar de a cualquier otra persona si se la encontrasen en un cuarto lleno de gente.
Esta falta de impostura que encontramos en los libros de Lindgren no es ni más ni menos que el reflejo de su carácter. El oficio de escritor quizá pueda aprenderse, pero la sencillez que transmiten sus historias y que está en el fondo de lo que atrapa a los lectores de tantas generaciones no se puede fabricar. No hay más que leer la entrada de su diario del 25 de noviembre de 1945 para comprender que esto es cierto: “Y ayer fui a una librería y me compré un ejemplar de Pippi Calzaslargas, ese libro tan alegre y tan divertido que nunca habría existido si no me hubiese torcido el tobillo al final del invierno de 1944. ¡Aunque tampoco es que hubiese importado mucho, por supuesto!”. Las mejores ideas tienden a fluir solas; una vez que las descubrimos comprendemos que algo no podía haber sido de otra manera, pero eso no significa que esas ideas, por sencillas que sean, las pueda tener cualquiera. Así es Pippi: tan sencilla, tan natural, que ni siquiera su autora se dio cuenta de la importancia de lo que había escrito en aquel momento.
Si quisiéramos inventarnos a Pippi no nos saldría, esa es la verdad. Los niños atienden más a sus padres cuando charlan entre ellos que cuando les dicen las cosas directamente. Sin embargo, esto se suele olvidar a la hora de hacer libros específicamente infantiles. Es muy complicado forzar la falta de afectación y saltarse a la torera las normas y las ganas de educar y de que lo que les demos para leer les sirva para algo. Pero lo bueno de este libro es que se escribió sin ninguna intención más que la de entretener, que no sé por qué está tan mal visto porque no es algo fácil de hacer en absoluto. Por eso funciona tan bien. Da mucho gusto leer unas historias escritas con tanta libertad, sin moralinas ni intención de mejorar a las criaturas. Stevenson, que tampoco era manco, lo sabía y escribió un ensayo sobre la importancia de no hacer nada útil, especialmente en los jóvenes. No hacer nada era una suerte de diligencia productiva, según él. Pippi es claramente diligente en este tipo de productividad, no se puede negar. Sospecho que un personaje que entra a caballo en el salón, trepa por las estanterías o contesta lo que le parece a su profesora y se lo pasa fundamentalmente bien la mayor parte del tiempo es muy atractivo para cualquier niño, pero hay algo más: Lindgren pensaba que la mayor fantasía de un niño es la de tener poder, precisamente porque no tiene ninguno y está a merced de lo que decidan las personas mayores que tiene a su alrededor. Eso era así antes y es así hoy, y eso es precisamente lo que hace tan fascinantes los libros de Pippi: que es poderosa. Está libre de ataduras y de convencionalismos, sí, pero es que además tiene un surtido de monedas de oro que usa muy generosamente y que le ayuda a mantener esa independencia del mundo de los adultos.
Es incomprensible que la obra completa de Astrid Lindgren no esté disponible en España, y que nunca lo haya estado. Que Kókinos se vaya a encargar de publicarla es una gran noticia, y no sólo por la cantidad de niños que van a tener el regalo de crecer acompañados por las historias tan maravillosas de esta escritora, sino por lo preciosísima que será, a juzgar por los tres volúmenes de Pippi que han sacado hasta el momento. Qué alegría da cuando una editorial coge unos libros tan especiales y los hace con tanto cariño y tan buen gusto. Las portadas son tan antojables que parecen de caramelo, las guardas varían de un libro a otro (qué poco cuesta y cuánto me encanta este detalle) y los números de página son del mismo color que las trenzas de su protagonista. Además, por si fuera poco, han hecho algo que parece muy fácil pero a lo que no muchos se atreven: han usado sin complejos las ilustraciones originales de la primera edición sueca, las de la danesa Ingrid Vang Nyman, tanto en el interior como en las cubiertas. Y les han quedado unos libros alegres y muy luminosos, iguales que las historias de Pippi.