“Para eso me mandan llamar siempre”, explica Filiberto García, el protagonista de El complot mongol. “Porque quieren muertos, pero también quieren tener las manos muy limpiecitas. Porque eso de los muertos se acabó con la bola y ahora todo se hace con la ley. Pero a veces la ley como que no alcanza y entonces me mandan llamar”. Filiberto, que aprendió a ser pistolero en los tiempos de la Revolución, la bola, se ha convertido en policía, aunque se siente un poco fuera de sitio en la nueva estructura de poder. Lleva trajes de gabardina, usa agua de colonia Yardley, juega al dominó y come tacos de ubre y dice todo el rato la palabra “pinche”. Créanme: todo el rato.
Estamos en México, en la larguísima etapa del PRI, en plena Guerra Fría, y el presidente de Estados Unidos va a visitar a su homólogo del sur. Una oscura conspiración articulada por el gobierno chino quiere aprovechar el viaje para liquidar al líder del mundo libre. Es entonces cuando las autoridades mexicanas recurren al viejo Filiberto, matón de buen fondo, noble y sincero, desencantado con los revolucionarios, “fabricante de muertos”, para que resuelva el pinche entuerto, trabajando mano a mano con el FBI y la KGB.
Además del uso del lenguaje de los bajos fondos mexicanos, el gran tesoro del libro es su ambientación: la lectura es un viaje placentero por la Ciudad de México de los 60, al que se le estiraban las costuras de la vieja ciudad, lleno de cantinas y despachos polvorientos. Y en el viaje hay una parada especial en el Barrio Chino del DF, en la calle Dolores, conformado a principios del siglo XX, un remedo local de los suburbios orientales en los que se ambientaron tantas novelas negras estadounidenses, que el autor describe con todos los colores, olores y sabores.
El Barrio Chino es solo uno de los muchos guiños a los clásicos del hard boiled: escenarios, giros o personajes. De hecho, si Sam Spade bebiera tequila en vez de bourbon se parecería mucho a Filiberto García: duro, sarcástico y desesperanzado, algo descolocado en un mundo que cambia.
Diplomático mexicano, sólidamente anticomunista y crítico con el PRI, Rafael Bernal probó suerte como guionista en Hollywood y publicó una obra muy variada que incluye, además del género negro, el relato costumbrista, la historia de piratas o la ciencia ficción.
Yo solo he leído esta novela, publicada en 1969 sin mucho ruido, considerada hoy una de las cumbres de la literatura negra hispanoamericana. Poco ortodoxa, ácida, original y redonda, El complot mongol deja el sabor de los grandes novelas. Con una dosis generosa de chile picante, eso sí.