El mundo narrativo de Salinger es el mundo de los adultos que no han dejado de ser niños y el de los niños que, dotados de un particular instinto precoz, se han convertido prematuramente en adultos. Es un mundo de límites fluctuantes, de zonas imprecisas en cuyo interior los personajes se mueven poseídos por un sentimiento de extrañeza del que no tardan en hacer partícipe al lector. La mayor parte de las veces, el propio curso de la narración acaba transformando esa inicial extrañeza en una desazón más honda y apremiante, de manera que lo que empieza siendo un desajuste personal se transforma, a medida que la trama va desvelando los sucesivos estratos que componen su argumento, en el indicio de un mal de época.
Holden Coulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, la novela que otorgó a Salinger una celebridad con la que a la postre no supo cómo manejarse, resulta el ejemplo paradigmático del adolescente inadaptado a su entorno. Adolescencia e inadaptación son dos vocablos que en nuestros días nos hemos acostumbrado a asociar de manera automática, pero en el año en que El guardián apareció publicada (1951) esa asociación no parecía en absoluto tan evidente. Con independencia de la valoración que su novela pueda merecernos, Salinger se reveló en ella como el dueño de una mirada visionaria. Novela de iniciación protagonizada por un personaje aquejado de un punto de histrionismo que lo hacía por momentos difícilmente soportable, su autor acertó a plasmar en ella no sólo el enrarecido clima de hipocresía y sordidez que con frecuencia domina el mundo de las relaciones entre adultos, sino ante todo el impacto de la ruptura emocional que ese descubrimiento provoca en quien tiene que enfrentarse a él sin haber sido preparado para asimilarlo.
Surge de esa manera el que a la postre se alzará como uno de los puntales de su particular universo narrativo: el conflicto entre, por una parte, una realidad que exige a quienes pretendan adaptarse a ella la renuncia al grueso de los ideales que iluminaron su infancia y, por otra, unos personajes que, en posesión de una afilada sensibilidad con la que captar las contradicciones a las que su ingreso en una nueva edad les aboca, viven esa exigencia de adaptación como una experiencia de extravío y de pérdida. La vía de escape elegida, el imaginario retorno a la pureza de una niñez idealizada, pronto se les revelará como un callejón sin salida.
La palabra “trauma”, con su constelación de resonancias característicamente modernas, se perfila por tanto como una de las claves para adentrarnos en la obra de Salinger. Indagando de manera sucinta en su biografía, descubrimos que, tras alistarse en el ejército en 1942, combatió en Normandía y fue testigo de la liberación de los campos de exterminio nazis. A su regreso a los Estados Unidos, se vio sumido en una profunda crisis psicológica de la que no es seguro que alguna vez llegara a recuperarse. Es ya legendaria su determinación de aislarse del mundo desde el momento en que su nombre empezó a ser reconocido como el de uno de los escritores más destacados de su generación. No concedía entrevistas y prohibió que en la edición de sus libros figurara un solo dato acerca de su biografía. El éxito apabullante de El guardián entre el centeno tuvo ese efecto desestabilizador sobre una personalidad a buen seguro ya predispuesta a ello.
Sin embargo, Salinger, autor muy poco prolífico dadas las características de su genio maniáticamente perfeccionista, debe ser recordado también por sus Nueve cuentos. Se trata de una colección de relatos en los que aparecen condensadas las principales obsesiones que articulan su obra. En lo que atañe al estilo, constituyen un ejercicio de virtuosismo compositivo, contención expresiva y atención al detalle que anticipa los cauces por los que discurrirá la obra de buena parte de los narradores posteriores, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. En cuanto al fondo, se vislumbra en todos ellos una especie de desolación contenida que no siempre llega a manifestarse en su expresión más extrema. Resulta sintomática a este respecto la presencia de personajes afectados por su participación en la Segunda Guerra Mundial. Las taras asociadas a la neurosis de combate se manifiestan abiertamente en aquellos relatos que la crítica suele coincidir en calificar como dos de las mejores piezas narrativas del siglo XX: Un día perfecto para el pez plátano y Para Esmé, con amor y sordidez. Privativa también del universo de Salinger es la presencia de esos niños-adultos cuya mirada se adentra en el mundo que les rodea con una perspicacia a medio camino entre lo sublime y lo repipi.
Los Nueve cuentos son, en definitiva, una obra maestra del arte de la elusión. “Conocemos el sonido de una palmada de dos manos, pero ¿cuál es el sonido de la palmada de una sola mano”, reza la cita perteneciente al acervo de la sabiduría zen que Salinger sitúa con toda intención al inicio del libro. Lo que escuchamos en estos relatos, por debajo de las conversaciones en las que los personajes hablan de banalidades y más allá de las escenas en las que no parece estar sucediendo nada significativo, es la palmada de esa sola mano que poco a poco va insinuando la historia subterránea de dramas e insatisfacciones que configura el verdadero eje de los cuentos. Es preciso buscarla allí, implícita, semioculta entre líneas. Casi subliminal. Porque en la literatura y en el arte en general, hay ocasiones en que el despojamiento y la sugerencia resultan virtudes mucho más eficaces que las aparatosas ostentaciones de quien decide mostrarlo todo.