“No se puede entender la obra de Delibes sin tener en cuenta la realidad de su vida familiar: la compañía de tantos años de esa alegría serena que solíamos llamar Ángeles, esa mujer a la vez maternal y niña, sencilla y clara, que con su mera presencia aligeraba la pesadumbre de la vida; los siete hijos que les fueron naciendo”.
El párrafo anterior corresponde a la contestación -a cargo de Julián Marías– del discurso de recepción del ingreso de Miguel Delibes (Valladolid, 1920) en la Real Academia de la Lengua. Fue leído el 25 de mayo de 1975 y en él, en un texto titulado “El sentido del progreso desde mi obra”, Delibes también habla de ella.
“[…] me ha ocurrido algo importante, seguramente lo más importante que podía haberme ocurrido en la vida: la muerte de Ángeles, mi mujer, a la que un día hace ya veinte años califiqué de “mi equilibrio”. He necesitado perderla para advertir que ella significaba para mí mucho más que eso: ella fue también, con nuestros hijos, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra, pero sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades. Con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo”.
El fallecimiento prematuro de Ángeles de Castro, en noviembre de 1974, se produce en el espacio de tiempo entre que Delibes es elegido miembro de la Real Academia (1973) y su entrada en ella.
Pero a Delibes debieron parecerle más acertadas las palabras de Julián Marías sobre su esposa que las suyas propias. Por eso las incluye en su obra homenaje a Ángeles. Por eso, quizá, no la escribió hasta quince años después de su muerte. Necesitó que reposara en él la vida de su mujer, necesitó la perspectiva de la ausencia para retratarla en una novela–Señora de rojo sobre fondo gris–que, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, está siendo descubierta por jóvenes y revisitada por aquellos que lo eran en el momento de su publicación.
“La semana pasada, en la ceremonia de ingreso en Bellas Artes, Evelio Estefanía, en su discurso de contestación, dedicó unas palabras a tu madre: Una mujer, dijo, que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir” –Señora de rojo sobre fondo gris–.
Mi edición amarillea por los cantos de las hojas. Según reza la última página se acabó de imprimir en noviembre de 1991. La primera conserva la etiqueta de la librería a la que me llevaba mi padre los sábados para, con la excusa de comprarme algún libro, hacerse él con tres o cuatro. Es de Destino Áncora y Delfín, y la portada es un fragmento del cuadro Melancolía de Edgar Degas. La relectura en 2020 me ha permitido dos reflexiones que no hice entonces; sin embargo, la evocación de las emociones que suscitó la mirada adolescente de la obra se ha mantenido intacta. En aquellos momentos yo no había “conectado” aún con el universo rural y campestre de Delibes. Como él mismo reconoce, muchas de las palabras que utiliza ya eran en la época vocablos en desuso, que pronto no tendrían significado alguno para nadie, que serían consideradas arcaicas o esotéricas cuando en realidad habían traslucido la vida en la Naturaleza, de los hombres que en ella viven y designaban con precisión los nombres de animales, plantas, usos y costumbres. En Señora de rojo sobre fondo gris prescinde del contexto rural la mayor parte del tiempo y quizá sea el motivo por el que se podría hablar del libro con el que muchos se inician en la obra del escritor. No omite su esencia, desde luego, hace concesiones a su pasión por la naturaleza y se agradecen, pero igual que el bedel Lorenzo en los Diarios (Diario de un cazador, Diario de un emigrante, Diario de un jubilado) es su alter ego “rebajado”, Nicolás, el marido de Ana en la novela, es él. No es el escritor en Valladolid ni el cazador o pescador en Sedano. Es Miguel Delibes llorando a Ángeles de Castro.
Francisco Umbral le atribuye un sentido moral a la obra de Miguel Delibes. Si bien el escritor se refiere a la oposición al progreso tecnológico que destruye al hombre y que empapa los textos del autor vallisoletano, en Señora de rojo sobre fondo gris también configura, sin pretenderlo, las expectativas del amor y el matrimonio de muchos lectores.
Decía, pues, que la lectura adolescente transmite la fascinación del escritor por su mujer. Abruma. Entra en el cuerpo a modo de cosquilleo con una interpelación, como hacen los buenos libros: ¿Seré digna de eso algún día? ¿Seré capaz de iluminar la vida de los demás? ¿De alguien?
La personalidad de Ángeles de Castro explicada por su marido no parece que haya pasado por demasiados filtros hasta convertirse en Ana, la protagonista. A pesar de que Miguel Delibes insiste en que su homenaje es una novela, “porque él es novelista”, y no un panegírico lacrimógeno, lo cierto es que la admiración incontenible le delata. Quizá el tiempo necesitado para relatar su enfermedad y muerte también ha pulido el recuerdo a pesar de que Miguel, hombre de fidelidades, no volvió a encontrar a nadie como Ángeles.
La lectura adulta de la novela se enternece ante el hombre desvalido sin ella, se deleita con la prosa de Delibes, anota el léxico que desconoce en una libreta y se sigue preguntando si será capaz de iluminar la vida de alguien. Pero observa al personaje de Ana comprendiendo la idealización que ha sufrido por parte de quien la dibuja. Entiende que el tiempo ha matizado y ha sacado brillo a una relación -feliz, sin duda- de veintiocho años y a una ausencia inesperada. Eran uno, y todos tendemos a la indulgencia con nosotros mismos. Con todo, cumple con el deber moral de mostrar la belleza allí donde resplandece.
Aunque el libro se lee como una oda a la vida matrimonial con quien tiene la capacidad de enjugar las lágrimas del valle de la vida, hay otra cuestión y no es menor.
Delibes como escritor se desahoga en Nicolás como pintor (narrador del libro escrito a modo de monólogo) y aborda el asunto de la sequía en la producción artística y el síndrome del impostor.
“Continuaba seco, carecía de facultades hasta para embadurnar un lienzo; me sorprendía haber tenido ideas meses atrás y empezaba a sospechar que esta vez mi incapacidad era definitiva […] más adelante cuando ella sanase, tendría que revelarle la verdad, es decir, que el pintor que habitó en mí había muerto; que el hecho de haber pintado mil cuadros no significaba que pudiera pintar mil uno. Que esa era la cruel servidumbre del artista”.
A Nicolás, el pintor, no le visitan “los ángeles” -las musas- cuando conoce la enfermedad de su esposa y sospecha el fatal desenlace. Delibes explica con precisión quirúrgica la impotencia ante el lienzo, o el folio, en blanco. El miedo, la frustración, la incredulidad, la duda de que alguna vez se hubiera creado algo digno en el pasado a tenor de la incapacidad presente. Los resuelve de manera impecable; era ella quien pintaba por él. Su existencia, su apoyo y su compañía hacían posible su talento.
De este modo, reafirma mi teoría casera de que hay dos tipos de artistas. A saber: por un lado, aquellos que crean en medio de la pobreza extrema, la soledad, la enfermedad y el alcohol (Baudelaire, Bloy, Beethoven…); y por otro aquellos que lo hacen cuando hay sábanas limpias, flores recién cortadas en el jarrón y alguien que aligera la pesadumbre de vivir.