Narcotizados por el aluvión de polémicas que saturan el curso de los días, embotados por la sucesión de delirios con que el Poder juega a convertirse en un nuevo Prometeo que adultera la naturaleza de las cosas, desmantela los últimos vestigios de sentido común y envenena la convivencia, corremos el riesgo de no caer en la cuenta de cuál es el trasfondo último de este furor incesante. El estruendo de cada nueva insensatez, magnificado por los altavoces de los grandes medios, nos sume en un aturdimiento en el que, apenas sobrepuestos, volvemos a caer por efecto fulminante del siguiente despropósito. Esta saturación de la conciencia es quizá lo que nos lleva a pasar por alto el hecho de que la escenificación diaria de una especie de combate en el que los pretendidos portadores de la llama del progreso arremeten contra los oscuras facciones de una cosmovisión arcaica y residual, no es más que una farsa tras la que se oculta un designo mayor: la imposición de un nuevo orden.
La partida se juega en un tablero en el que no sólo España, sino muy probablemente aquello que hasta hoy hemos conocido como civilización occidental parecen condenadas a representar un papel secundario. De semejante estado de cosas da fe la tarea de demolición civilizatoria que, sobrepasando las esferas cultural y social, y alcanzando desde hace tiempo el sustrato mismo de lo antropológico, constituye la dinámica suicida en la que nos vemos inmersos. Por descontado, se trata de un fenómeno que, al menos en nuestro ámbito más próximo, halla su impulso primordial en la actitud cómplice de ciertas oligarquías que, desde su autoasumida posición como nuevos faros de una humanidad fraterna y regenerada, aspiran a hacer realidad un proyecto que, a partir de la irrupción de la modernidad revolucionaria, se sintetiza en la materialización de una ensoñación de raíz inequívocamente totalitaria.
Sin embargo, se diría que en la presunta pureza de sus intenciones estas oligarquías han encontrado la disculpa necesaria para legitimar la perversidad de los medios empleado. Encontramos que bajo la cobertura de lo que se ha dado en llamar lo políticamente correcto han hallado cabida, junto al fomento de una recalcitrante actitud de odio hacia lo propio, toda clase de falsificaciones escandalosas, así como la resuelta voluntad de decretar la muerte civil y la consiguiente expulsión del espacio público de quienes se aventuren a disentir de los dogmas establecidos por la ortodoxia biempensante.
Todo lo apuntado en los párrafos precedentes se antoja necesario a fin de situar en su justo contexto el libro del que se ocupa esta reseña. Porque si hay una nación que ha sufrido un proceso de desligitimación histórica cuyas consecuencias se prolongan hasta el día de hoy, esa nación es España. En efecto, la leyenda negra de la conquista española de América es sin duda la más exitosa operación de desprestigio acometida contra el ser mismo de una nación por parte de sus potencias rivales. Madre patria es un intento, soberbiamente documentado y expuesto con tanta amenidad como contundencia, por desenmascarar dicha operación y restaurar el alcance de una gesta opacada por la voluntad de “subordinación cultural del mundo hispánico al imperialismo cultural anglosajón”. Se sitúa de ese modo en la estela de una tendencia que en fechas recientes ha dado frutos más que notables en los ensayos de María Elvira Roca Barea, Iván Vélez o Pedro Insua, entre otros. La particularidad de Madre patria es que su autor, el profesor Marcelo Gullo Omodeo, asume la defensa de sus tesis desde su condición de argentino, y lo hace, como anota Roca Barea, “con tanta implicación y más sentido de la responsabilidad que muchos españoles”.
Al hilo precisamente de esta circunstancia, se hace imprescindible recordar que el rasgo distintivo de la leyenda negra no es el éxito alcanzado por sus tergiversaciones y fraudes allende nuestras fronteras, sino el hecho de que continúe siendo asumida entre los propios españoles hasta en sus deformaciones más esperpénticas. Choca todavía más que los principales propagandistas de esta versión distorsionada de la historia hayan sido potencias que, como en los casos de Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos, ejercieron en los territorios que ocupaban una dominación teñida del más lamentable de los oprobios, alentada casi en exclusiva por la rapiña de sus recursos naturales y concomitante con la limpieza étnica, y que, no obstante, gracias al astuto manejo de lo que el autor denomina “instrumentos de subordinación ideológica cultural” (organismos del Estado, pero también universidades y fundaciones privadas y, por supuesto, la colosal industria cinematográfica de Hollywood), han fabricado una imagen tan favorable para sus propios intereses como indiscutiblemente dañina para la reputación de España.
De ese modo, hemos dado pie a la penosa situación de tener que avergonzarnos de nuestro pasado al permitir que, durante siglos, la historia de la colonización americana la hayan escrito nuestros enemigos. No hemos logrado entender que, con sus excesos y errores -que ningún historiador imparcial pondrá en duda- España se comprometió desde el principio en la labor ingente de convertir los nuevos territorios en una réplica de la metrópoli. No se ha querido recordar que los imperios aztecas e incas fueron derrotados gracias a la colaboración de miles de indios que vivían bajo sendos regímenes que tenían como práctica el sacrificio ritual de los miembros de las etnias sometidas. No se ha valorado lo que la costumbre del mestizaje entre españoles e indígenas supuso como hecho revolucionario frente a las políticas de apartheid fomentadas por los ingleses o el genocidio indígena perpetrado por norteamericanos y belgas. No es probable que nuestros estudiantes sepan que el 15 de abril de 1550, en lo que constituye un hecho insólito y nunca desde entonces repetido en la historia, el emperador Carlos V, a instancias de la Escuela de Salamanca, ordenase detener la conquista para que un grupo de intelectuales de la época debatiese los términos en los que se estaba produciendo la anexión de los nuevos territorios. No se ha difundido lo suficiente la deslumbrante aportación española, casi desde el momento inicial de su presencia en América, en forma de hospitales, universidades, iglesias, catedrales y escuelas de oficios, todo lo cual aparece en este libro profusamente detallado.
Por el contrario, hemos adoptado la postura de una nación vasalla; en lugar de bucear en las fuentes, hemos aceptado, con una pasividad tan penosa como desconcertante, la imagen que nos ofrecían aquellos que, desde posturas supuestamente progresistas, más interés demostraban en trabajar por nuestro desprestigio y por el menoscabo de nuestra autoestima como nación. Como escribe el profesor Marcelo Gullo: “La leyenda negra es el corazón de la historia de España y de Hispanoamérica. Es decir, la historia de los pueblos hispanoamericanos ha sido deliberadamente falsificada, y el olvido y la falsificación de la historia han llevado, tanto en España como en Hispanoamérica, a la pérdida del ser nacional”.
Es sin duda ésta una premisa clave. Si la leyenda negra sigue vigente es porque su persistencia responde hoy a la misma motivación a la que obedeció en su origen: nuestro debilitamiento. No escapa al autor de este ensayo que en el tablero de los intereses geoestratégicos donde se dirime ahora mismo el futuro inmediato de la humanidad, lo que interesa a las grandes potencias en litigio es seguir fomentando una política de fragmentación y enfrentamiento entre las diversas naciones que integran el ámbito hispánico. Desde ese enfoque disgregador, mantener vivo el relato negrolegendario deviene una cuestión vital. “Nada separa a España de América ni a América de España salvo la mentira y la falsificación de la historia”, escribe Marcelo Gullo. El auge planificado de los movimientos indigenistas constituye, en opinión del autor, la prueba más reciente y palmaria de que existe una voluntad de enfrentamiento absoluto (que, por otra parte, jamás estuvo presente en la conciencia de Bolívar o San Martín, pero que la ineptitud y la maldad de Fernando VII propició) hasta llegar a este punto dramático de ahora mismo en que “ni usted ni yo nos reconocemos como miembros de un mismo pueblo, ni siquiera como integrantes de una misma ecúmene cultural con un pasado común que podría tener un futuro compartido”.
Ese futuro compartido no existirá mientras prevalezca la difamación histórica, auspiciada por las élites que siguen dominando el relato cultural, que nos aboca a permanecer inmersos en una discordia interminable. Un ámbito hispánico -mejor incluso: iberoamericano- unido y pujante supondría una amenaza para algunos de los principales actores de la escena internacional que diseñan ahora mismo un tablero en el que tendremos que aprender a jugar según las reglas que ellos en cada momento nos dicten. Por si fuera poco, a partir del desastre del 98, la política de debilitamiento respecto a la unidad del mundo hispano, que tan excelentes réditos les había deparado hasta esa fecha a ingleses, franceses, norteamericanos e incluso soviéticos, empezó también a desplegarse en el interior de nuestro propio país, y en ese sentido resulta especialmente aleccionador el capítulo que el autor dedica al caso del secesionismo catalán.
En conclusión, cualquier observador desinteresado deduciría de los datos esgrimidos hasta el momento que nos encontramos en lo que Durántez Prados califica como “fase terminal de un largo proceso de descomposición”. La ya casi irreversible crisis demográfica que afecta a Europa no es sino el reflejo de una patología mucho más honda: “En la apoteosis de la tecnología, Europa, apartada de su fe fundante y adormecida por el relativismo, el consumismo y el hedonismo, ha recibido una mortal puñalada metafísica (…). Por tanto, la pérdida del sentido de la trascendencia conduce al desinterés por la procreación”.
Con todo, el profesor Gullo se resiste dejarse arrastrar por un fatalismo que sólo conduciría, como tantas otras veces ha ocurrido a lo largo de nuestra historia, a la resignación y la parálisis. Cree que porque precisamente el calado de nuestros problemas resulta casi inconmensurable, el envite que puede revertir la situación nos convoca a todos y cada uno de nosotros, y exige de todas las partes concernidas una amplitud de miras cercana a lo prodigioso. “Sólo un milagro podría cerrar hoy la profunda herida abierta y detener la hemorragia”, escribe Gullo. Ese milagro, a juicio del autor, lejos de localizarse en el núcleo de una Europa en decadencia y que reniega de sus raíces, deberíamos buscarlo más allá del Atlántico, en la refundación de una unidad perdida, en la apertura a la generosidad recíproca de quienes aún comparten un suelo de valores, idioma y creencias comunes. Y para dar ese primer paso, el paso que nos conduzca a salir de la mentira en que unos y otros, a ambos lados del océano, nos hemos obstinado en permanecer enredados durante siglos, es para lo que se ha escrito un libro como éste.