El nazismo es muy agradecido, sobre todo en esto de reseñar. Basta algo de antisemitismo por aquí, alguna cruz gamada por allí y unos cuantos jóvenes haciendo el paso de la oca por allá, para que el libro en cuestión despierte el máximo interés. La fascinación por el mal es tan antigua como el mal mismo, diría que más antigua si cabe. Ahora bien, lo bueno del nazismo estriba en que es relativamente reciente. ¿Cómo puede ser ―se pregunta la gente palpándose el progreso― que todo esto sucediera en pleno siglo XX?
Lo anterior hace que tengan especial pertinencia los diarios, es decir, el testimonio sobre el terreno de quienes vivieron en primera persona el ascenso de uno de los mayores cánceres ideológicos que ha sufrido, y gracias a Dios por ahora superado, la humanidad. A diferencia de los análisis a hechos consumados, los diarios tienen la virtud de reflejar la formación de unas ideas que en su pleno desarrollo se nos antojan inexplicables, así como la estupefacción de quienes tuvieron la entereza y el mérito de permanecer en sus cabales. Durante su apogeo, la maldad nos fascina y apabulla; durante su crecimiento, nos intriga e interpela.
En este género parece de obligado recuerdo el libro Historia de un alemán de Sebastian Haffner, también, en clave femenina, Diario de una alemana de Hertha Nathorff. No obstante, el que hoy nos ocupa, además de contar, como los anteriores, las malandanzas de un judío en la Alemania nazi, tiene la peculiaridad de centrarse en el aspecto lingüístico del nacionalsocialismo: sus recurrencias léxicas, sus inercias sintácticas, sus eufemismos… Se trata de LTI. La lengua del Tercer Reich de Victor Klemperer, publicado en nuestro país por primera vez en 2001 en Editorial Minúscula y que, mientras esto escribo, anda por su décima edición.
Apartado de su cátedra y privado de fondos bibliográficos, por deformación profesional y para no volverse completamente loco, Klemperer fijó su mirada filológica en los giros idiomáticos con que el nazismo estaba infectando la lengua y, por tanto, la mente alemana: «El lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él». Porque si bien el lenguaje no equivale al pensamiento, lo condiciona. Lo que se decreta innombrable acaba por no existir; del mismo modo, lo que no existía acaba siendo, y siendo de veras, a base de repetirlo.
El lenguaje del Reich fue, asegura Klemperer, su más eficaz medio propagandístico: «Impregna las palabras, grupos de palabras y formas sintácticas con su veneno, pone el lenguaje al servicio de su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y secreto a su vez». Y no solo entre los adheridos a la causa, también entre los opositores o incluso en los guetos judíos. En todas las conversaciones se acababan regurgitando tendencias lingüísticas que antes habían sido tragadas en los periódicos o los discursos, una tonalidad expresiva que venía impuesta desde arriba con la clara intención de moldear las mentes y, en consecuencia, moldear la realidad. En contra de lo que suele decirse, no siempre el idioma pertenece al pueblo.
Y dado que el lenguaje es instrumento y a la vez campo de batalla de la propaganda, la figura que con más detenimiento se analiza en sus modos expresivos es, naturalmente, Joseph Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. Hay, por supuesto, sustanciosas reflexiones en torno a la oratoria de Hitler, especialmente ilustrativas en su comparación con la de Benito Mussolini; sin embargo, es Goebbels quien concita el mayor interés de Klemperer, pues a él se debe la salsa parda en la que estuvo durante años chapoteando la lengua alemana: «Sí, en última instancia quizá fuera solo Goebbels quien determinaba el lenguaje permitido, pues no solo aventajaba a Hitler en claridad, sino también en lo regular de sus manifestaciones». Así, desde el partido nazi y bajo la batuta del bueno de Joseph, se logró trastornar a una considerable parte de los alemanes, porque de lo que se oye, como de lo que se come, se cría.