En un tiempo en el que el brochazo de lo naif se ha vuelto excesivo, en el que comemos carne pero preferimos no saberlo, días en los que no se habla de procesos como la muerte, la vejez o el propio sufrimiento y en el que escondemos todo atisbo de desvío de lo políticamente correcto para encumbrar al delirio de felicidad permanente. En estos días hay que leer a Giosuè Calaciura y ahora vais a entender el por qué:
«Se llamaba Doménico, pero no lo sabía. Siempre lo habían llamado Mimmo. Nació un primer domingo de septiembre y salió de su madre en un parto de nalgas. Caía una sutil llovizna que lo empapaba todo, y flotaba una neblina con aroma a bosque nunca vista en aquel lugar. La niebla habitual se quedaba a sotavento y tenía la densa consistencia de las humaredas de las rosticerías a pie de calle que el viento que soplaba del mar arrastraba en danzarines remolinos, llevando el olor de la carne al interior de las casas de los que nunca comían carne. Aquello los alegraba y los atormentaba al mismo tiempo. En cambio, el día que nació Mimmo la niebla tenía una apariencia de cuento. Así se lo había contado su madre».
Contado como una fábula, a caballo entre el realismo mágico y el costumbrismo más ácido, la vida de estos niños relatada en pocas páginas es la excusa para introducir al lector en uno de esos barrios del sur de Italia en el que hasta la policía de Palermo se pierde y al turista se le recomienda no entrar a curiosear. La historia va bandeando entre el lacerante ambiente del Borgo Vecchio y la ternura de sus días agrios, al son del rompeolas de la costa siciliana.
En estos barrios los niños se hacen grandes pronto, conviviendo con la realidad más cortante. Y los mayores quieren volver a ser niños, aplicando dosis extra de ternura a los problemas del día a día. Niños acostumbrados a la muerte y a la vida, al pillaje y a la ceremonia. Los niños del Borgo Vecchio no quieren ser mayores, pero Giosuè Calaciura les arrastra a ver con sus ojos infantiles los vicios, los trucos, la sangre y la supervivencia de un barrio que te imaginas oliendo a pasta con pescado y tomate de la nonna, con suelos llenos de agua sucia de limpiar las casas, ropa tendida, turistas despistados y un mercado clandestino en el que se habla a gritos, y se canta al mismo tiempo. En realidad, es su forma de decir que todo va bien.
En estos tiempos tan líquidos en los que disfrazamos la realidad para no pensar y estamos anestesiados de la verdad, hay que quitarse la anteojera de caballo y leer más a Giosuè Calaciura, un descubrimiento.