El término “saga” procede de narraciones nórdicas de la Edad Media. Las primeras nos llegan de la cultura islandesa y germánica, hace más de setecientos años, y retratan las vivencias y hazañas de vikingos y guerreros, de clanes que conforman el legado cultural de un pueblo.
Las sagas familiares en la literatura llegan a constituir un género: la R.A.E las define como un relato novelesco que abarca las vicisitudes de varias generaciones de una familia.
¿El culebrón de toda la vida? Bueno, ya nos decía Tolstoi que cada familia infeliz lo era a su manera, pero lo cierto es que la humanidad tiende a la querencia por los escándalos amorosos y financieros, la corrupción del alma o la libre interpretación de los convencionalismos sociales con catastróficas consecuencias. La diferencia con lo folletinesco es que la saga, que abarca varias generaciones, viene marcada por los acontecimientos históricos que influyen de manera decisiva en el devenir de las estirpes. La heroicidad que conllevaban las primitivas sagas deja paso, en un pasado más próximo, a los infortunios domésticos, menos épicos, pero sin duda, convulsos.
John Galsworthy, autor de La Saga de los Forsyte tardó quince años en perpetrar la suya y la editorial Reino de Cordelia asumió el reto de la publicación completa en un solo tomo en 2014, con un impecable trabajo de edición y con la traducción a cargo de Susana Carral.
Se trata de 912 páginas, quizá no lo más manejable para transportar y leer a ratos sueltos, pero no hay otra manera de llevarse a la piscina el cambio social que permite a la clase media británica de la época victoriana desplazar a la aristocracia y el descenso a las sombras que la pujante burguesía no logra detener con la prosperidad económica de la que disfruta.
Galsworthy nació en Surrey en 1867 y en 1932 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Se especializó en Derecho Marítimo y precisamente a bordo de un buque fraguó una amistad con Joseph Conrad que repercutiría en su obra y duraría toda la vida. El éxito como novelista le llega gracias a El propietario, el primero de los libros que conforman la saga. La trilogía se completa con las novelas En los tribunales, publicada en 1920 y Se alquila, en 1921. El autor sumó dos entreactos que también recoge la edición en español: El veranillo de San Martín de un Forsyte (¡algunos Forsyte viajan por España!) y Despertar.
Si cuando leyeron Cien años de soledad tuvieron que sacar papel y lápiz para no perderse entra la parentela de Aureliano Buendía, no se preocupen esta vez; Reino de Cordelia nos regala un árbol genealógico Forsyte al comienzo del cuidado volumen. Éste se remonta a Joylon Forsyte (1812), agricultor y a su hijo “Por encima de Dorset” Joylon. A los descendientes y su esnobismo les gustaba recordar que, a pesar de dedicarse a cosas relacionadas con la tierra y beber vino de Madeira como único rasgo aristocrático, eran pequeños propietarios rurales. Muy pequeños, de hecho. Pero para un Forsyte ser propietario lo es todo.
El propietario comienza con una reunión de los Forsyte con motivo del compromiso matrimonial entre June y Phillip Bosinney. Aquí, Galsworthy no solo nos presenta a la familia y deja ver su idiosincrasia – se detestan entre ellos- sino que retrata el declive de una Inglaterra que se va “derritiendo” con cada nuevo “invento” del hombre, incapaz de controlar sus propios engendros y que, encogiéndose de hombros ante esta ineptitud, no puede más que sobreponerse y adaptarse a las consecuencias de sus creaciones. El autor lo tiene claro: el invento de la bicicleta, el automóvil y el avión tienen tanta culpa como la prensa de mala calidad o el trasvase de la población de las zonas rurales a la ciudad.
Con todo, a quien pone bajo el microscopio el Nobel es a la alta burguesía y a su criatura más amorfa y característica: el sentido de la propiedad. Puede que, junto con el infortunio del desamor, sea la lacra que ha de llevar a los Forsyte a sufrir un declive paralelo al social registrado desde el mandato de la reina Victoria hasta el final de la I Guerra Mundial.
El mundo posesivo de los Forsyte encuentra escollos pero permea la existencia. Incluso la no existencia: los Forsyte no mueren –todavía- porque la muerte se opone a sus principios. Es una intolerable usurpación de su propiedad más preciada y ante ella toman las más denodadas precauciones.
Dos asuntos más configuran el preludio del drama: la exigencia de libertad, que aparece como reacción a la posesión, y la Belleza, encarnada en Irene, esposa de Soames y causa directa e indirecta de perturbación en la historia familiar. A Soames Forsyte su profesión liberal le permite convertirse en propietario, para lo que encarga la construcción de una casa de campo al prometido de su prima –recuerden aquella fiesta de compromiso al inicio de la trilogía-, lo que dará inicio a una sucesión de desgracias para las que el dinero no tendrá respuesta.
Soames Forsyte articula las otras dos generaciones que conforman la saga y que cumplen a rajatabla aquello de que el abuelo levanta la empresa, el padre la disfruta y el hijo la hunde. No nos engañemos, todos los Forsyte son pragmáticos, insensibles e hipócritas, pero la primera generación es esforzada y trabajadora; la última sucumbe al aire de los tiempos banales y consumistas.
Qué duda cabe de que lo que hace Galsworthy con los Forsyte es satirizar el declive de la sociedad británica. Se ceba en una clase social, que queda magníficamente retratada, y por ello se le considera cronista del provincianismo el Imperio en los períodos victoriano y eduardiano, pero, en cierta medida, nos interpela a todos con cuestiones eternas sobre el amor, la Belleza y la posesión.
Si quedan con ganas de más, John Galsworthy prolongó la saga con una segunda trilogía (Una comedia moderna), y la cerró con Fin de capítulo, compuesta por los títulos: Esperanza juveniles, Un desierto en flor y Al otro lado del río.
Al final, no va a haber veranos para tantos Forsyte.