Toda literatura es moral, solo que la infantil lo es de manera declarada, y eso, con razón, pone a muchos padres a la defensiva. Por su naturaleza, cuesta concebir que la literatura infantil pueda desprenderse de lo que el especialista Juan Cervera llama objetivos psicoafectivos, es decir, «lecturas ejemplares, concebidas como inspiradoras de virtudes y forjadoras de voluntades». Y entre ellas, ninguna más ejemplar, más moralizante que la fábula. Por su simplicidad estructural, su moraleja y sus personajes, por lo común animales cuyos atributos zoológicos se traducen en características temperamentales, la fábula es el formato más descaradamente educativo.
Más allá de La Fontaine y nuestros compatriotas Samaniego e Iriarte, el subgénero tiene nombre propio, el de Esopo, un griego del siglo VII a.C. que vaya usted a saber si existió. Por otra parte, no parece claro que las fábulas que se le atribuyen, y que luego irrigan la tradición occidental, fueran realmente suyas. Puede que se tratara de un recopilador, lo cual no se avendría mal con los procedimientos de la literatura infantil, que siempre ha gustado de apropiarse de elementos folklóricos para insuflarles nueva vida. Ahí están, por ejemplo, los hermanos Grimm, a quienes los niños les arrebataron las historias que ellos, por así decirlo, habían cazado como se cazan las mariposas, al vuelo.
Naturalmente, ediciones de Esopo hay muchas, como la bellísima de Walter Crane. Sin embargo, hoy les traigo la de Jerry Pinkney, publicada en España por Vicens Vives por primera vez en 2003 y que, en el momento de escribir esto, anda por su vigésima tercera reimpresión. El autor estadounidense, fallecido hace un par de años, se encarga tanto de la adaptación del texto como de las ilustraciones. En lo que respecta a la adaptación, más bien habría que hablar de reescritura. Así, por ejemplo, La zorra y las uvas, que en Esopo son tres oraciones, pasa a tener sus cuatro buenos párrafos. Y creo que hace bien. La postura purista muchas veces es una reverencia venenosa, capaz de sepultar el clásico para siempre o de arrinconarlo en departamentos que a nadie importan, de modo que iniciativas como la de Pinkney, que además no rebaja la prosa ni subestima al joven lector, son bienvenidas. Una traición que Esopo, si es que existió y escribió estas fábulas, aplaudiría.
El mismo Pinkney es el responsable de las ilustraciones. Un total de 55 acuarelas expresivas, vivas, hermosas. En sus pinturas demuestra combinar la frescura de lo instantáneo con el momento emblemático de la fábula en cuestión, lo espontáneo y cinético con lo icónico y esencial. Por ende, tanto por el texto como por las ilustraciones, y con el permiso de Walter Crane, creo que se trata de una buena edición para acercar a los más pequeños al compendio de sentido común que suponen las fábulas de Esopo, una herencia cultural que les corresponde. Suerte, en palabras de Miguel d´Ors, tener unos padres tan ricos.