En su día, a propósito de Simon Leys, quise recomendar Breviario de saberes inútiles (575 páginas), pero me contenté con La felicidad de los pececillos (144). Del mismo, a propósito de Marc Fumaroli, lo suyo sería recomendar París – Nueva York – París (928 páginas) pero me voy a contentar con Las abejas y las arañas (280).
Marc Fumaroli fue un erudito. Naturalmente dominaba la literatura francesa, pero con igual profundidad la Historia del Arte hasta nuestros días, o más bien, hasta el día de su muerte, un año y pico ha. No creo que podamos llamarlo divulgador porque nunca subestima al lector y porque hay, seamos francos, cierta complejidad en su estilo. Ahora bien, esa complejidad no sirve para enmascarar una carencia de contenido, no es la abstrusa oscuridad de quien, en el fondo, no tiene nada que decir. Es una complejidad que recompensa el esfuerzo, que, si uno pone de su parte, devuelve el ciento por uno.
El Fumaroli más personal y controvertido está en el ya citado y mastodóntico París – Nueva York – París, donde derrocha, a partes iguales, escepticismo y entusiasmo. En Las abejas y las arañas se muestra, en cambio, aunque igual de fascinante, más profesoral. Como apunta el subtítulo (La querella de los Antiguos y los Modernos), el volumen versa sobre la disputa que se estableció, sobre todo bajo el reinado de Luis XIV, entre los que defendían el esplendor de la Antigüedad y, por tanto, promovían seguir su estela, y entre los que creían que la Modernidad, técnica y cristiana, suponía el cénit del progreso, con lo que no había nada que envidiar, ni imitar, del mundo clásico.
Los primeros estarían simbolizados por la abeja, ya que, al igual que ella, “los poetas […] no inventaban más que después de haber libado, en los jardines de la Memoria, los jugos que intervienen en la composición de sustancias, mil y cera, dulzura y luz, que, de generación en generación, alimentaban el alma”. Este bando, que encuentra un claro precursor en Montaigne, estuvo representado por figuras como Boileau, y si bien tuvo sus horas más bajas durante la época del cardenal Richelieu –moderno en lo artístico, lo eclesiástico, lo político y lo militar–, llegaron a disfrutar de cierta hegemonía con Luis XIV.
A los segundos les corresponderían las arañas, que “decididas a sacarlo todo de su propio fondo, extraen de sus negras vísceras un hilo abstracto, y con ese hilo componen unas telas geométricas tendidas sobre el mundo”. Encabezados por Perrault, los Modernos deben mucho a Descartes en el sentido de romper con todo lo anterior y partir de cero, liberados del peso de la tradición en favor de un verdadero progreso. Tienen, asimismo, mucho de método y de “sustituir el mundo creado por un mundo construido”. Mucho, por tanto, de racionalismo y empirismo en detrimento de la Memoria, no en vano madre de las musas.
Por supuesto, como en todas las clasificaciones, especialmente en las dicotómicas, hay en esta mucho de encaje forzado y traidor. A la hora de la verdad, en todos los autores hubo impurezas y fluctuaciones. Con todo, no cabe duda de que esa Querella existió y que, en el proceso de librarla, se forjaron las letras del siglo XVIII; incluso del siglo XIX, hijo de ambos bandos. Por un lado, el artista romántico se aviene con la araña en el sentido de que extrae un lirismo insólito y sagrado de las profundidades de su subjetividad. Y, al mismo tiempo, el Romanticismo le debe mucho a los Antiguos, vía Rousseau, por su atrincheramiento en la poética y el gusto ante el depredador avance de la ciencia y el método.
En suma, un tema apasionante contado por alguien que sabe de lo que habla, y con eso bastaría. Aun así, cabe añadir que, a pesar de que Fumaroli hable de disputas cortesanas y literarias acaecidas hace más de tres siglos, de algún modo nos sentimos identificados en esa dialéctica: lo elegíaco que nos tienta al mirar hacia atrás, en especial a los de temperamento melancólico, frente al ciego optimismo de algunos por un progreso que nunca lo es tanto, ni tan poco.