No parece casual que Rosemary Woodhouse, la protagonista de esta novela, sea, precisamente, católica. Cuando el libro se publicó, en 1967 ─dos años después de la clausura del Concilio Vaticano II y uno antes de la encíclica Humanae Vitae─, el catolicismo en general, y el norteamericano en particular, vivía tiempos agitados. La dialéctica de la esperanza ─la “primavera de la Iglesia”─ iba dejando en el olvido a la predicación sobre el demonio y el riesgo de la condenación.
Rosemary, católica de familia, pero ya no practicante, ve en la televisión ─”desde la cocina, mientras preparaba el pescado, las verduras y la ensalada”─ el discurso de ante las Naciones Unidas del papa Pablo VI, que la conmueve. “Estuvo segura de que serviría para mejorar la situación en Vietnam”. Inmersa en la cultura moderna, cada vez más alejada de las enseñanzas de su colegio de monjas, con un rompedor peinado de Vidal Sasoon, parece imposible pensar que la sombra del diablo, un ser tan antiguo que parece mítico, pueda colarse en su vida. Y sin embargo…
La novela de Levin, de éxito arrollador, y la película de Roman Polanski, una adaptación extraordinariamente fiel, estrenada un par de años después, dejaron una huella indeleble en el imaginario colectivo. Aunque escrita por un judío, la demonología mostrada en el libro es decididamente católica. Puesta al día, eso sí; cuanto más se sumerge Rosemary en la cultura moderna, aséptica, religiosa solo en lo superficial, más se acerca al abismo que le espera detrás de la pared. Desde esta perspectiva, y aunque La semilla del diablo fue recibida con críticas desde los medios fieles a la Iglesia, hoy puede leerse como un sorprendente ─y seguramente involuntario─ alegato tradicionalista.
Sociología al margen, la segunda obra de Ira Levin es una de las cumbres de la literatura de terror. De prosa elegantísima, sigue causando una honda impresión porque no es una novela de sustos, sino de un miedo hondo y latente, hecha de temores muy familiares ─el aislamiento de las ciudades contemporáneas, la maternidad, el fracaso matrimonial o incluso los ruidos de los vecinos, que siempre nos resultan extraños─. El entorno en el que transcurre la historia, la lúgubre Casa Bramford de Manhattan ─trasunto, dicen, del Edificio Dakota─, ayuda a lograr un efecto asfixiante, casi hipnótico.
Hay quien dice que el título en español ─en inglés es, simplemente, Rosemary’s baby─ es el mayor spoiler de todos los tiempos. A mí no me parece tan grave.