Los poco conocidos relatos agrupados en Estrella sobre Belén y otros cuentos de Navidad desvelan la cara más sensible y espiritual de la dama del crimen.
El cuento de Navidad es un género literario (o subgénero, si se prefiere) que ha gozado de enorme popularidad y predicamento. No sólo en el mundo anglosajón —donde reina Charles Dickens, con su celebérrima Canción de Navidad— sino también en el mundo hispano, como acreditan los dos libros recopilatorios que Francisco José Suárez publicó en 2019 y 2021: La noche de Navidad y El día de Reyes, en Ediciones Encuentro. En estos dos volúmenes, imprescindibles para cualquier aficionado, se reúnen relatos de Pérez Galdós, Gómez de la Serna, Jiménez Lozano, Azorín, Echegaray, Pardo Bazán, Wenceslao Fernández Flórez, Valle Inclán o José María Sánchez-Silva entre muchos otros.
No es, por tanto, extraño que escritores célebres hayan recalado en algún momento de su vida en esta modalidad literaria en la que, a veces, la Navidad es sólo telón de fondo para una historia sentimental, o marco para una reflexión sobre la solidaridad y la necesidad de atender a los que más sufren, por citar sólo algunos de los ejes fundamentales del género. Lo que es menos habitual es que el tono de los relatos transpire el conocimiento religioso, la espiritualidad y la honda humanidad que pueden encontrarse en Estrella sobre Belén y otros cuentos de Navidad, de Agatha Christie; una colección publicada originalmente en 1965, apenas 10 años antes de morir, cuando llevaba cuatro décadas largas de éxitos, y que en España conocimos en 2013 gracias a Confluencias.
No son los únicos relatos de Navidad de la reina del misterio, pero sí los que más explícitamente tocan la fibra del género. En otras ocasiones, como en La aventura de Navidad (1923), que fue luego ampliado hasta convertirlo en El pudín de Navidad (1960), la Navidad es sólo el marco en el que transcurre la intriga, aunque en relatos como este Agatha Christie deje traslucir el recuerdo de las celebraciones de su infancia, especialmente las que, tras la muerte de su padre, tuvieron como escenario la mansión de Abney Hall, de Stockport, situada cerca de Manchester. En su autobiografía, la describe como “una casa maravillosa donde pasar la Navidad en la infancia. No sólo era una enorme mansión neogótica con infinidad de habitaciones, pasillos, peldaños inesperados, escaleras traseras, escaleras delanteras y recovecos —todo lo que un niño podría desear— sino que además tenía tres pianos distintos”. Como también recuerda su despensa abierta, habitualmente saqueada por los más pequeños de la casa.
Pero su profundización en lo navideño es mucho más radical en la colección de cuentos que nos ocupa. Unos relatos que fueron descritos por su segundo marido, el arqueólogo Max Mallowan, como “uno de sus trabajos más encantadores y, entre todos, el más original”. Y es que, desde luego, no hay tramas detectivescas aquí, ni delincuentes, ni policías, aunque sí encontrará el lector sorpresa, intriga, y esa fina ironía tan característica de la autora. Quizás por ello, para resaltar el vínculo con el resto de su obra, Mallowan los describió como “historias sagradas de detectives”.
La mirada sobre la Navidad de la escritora es adulta y profunda. Va mucho más allá del mero folclore o sentimentalismo. Esto es especialmente visible en Estrella sobre Belén, el relato inicial. Aquí, la escritora nos lleva al mismísimo pesebre para contarnos un episodio ficticio, pero perfectamente entrelazado con la narrativa evangélica: una figura alada, que inicialmente parece un trasunto del ángel de la Anunciación, se le aparece a la Virgen para hacerle ver cuál será el futuro de ese niño que acuna y que contempla con un corazón que rebosa orgullo y felicidad. El gesto del ángel le permite ver, horrorizada, el desprecio que su hijo recibirá de su pueblo, así como su ajusticiamiento público en compañía de delincuentes, lo que deja sumida a María en un profundo desconcierto y dolor. Tras ello, el ángel plantea a la madre un dilema terrible: ella puede ahora decidir si el niño sigue adelante, con el final que ahora la Virgen María conoce, o si prefiere poner fin a su vida, llevándolo de vuelta con su padre celestial. El modo como la escritora resuelve el conflicto revela no sólo su conocimiento de los Evangelios, y su comprensión de la figura de la Virgen, sino una visión de la maternidad ligada a la esperanza, al compromiso con el nacido y a la entrega.
Pero, al tiempo, todo el relato, como los demás del libro, tiene una cierta estructura de misterio para intensificar los conflictos humanos que están en juego. Y aunque no hay crímenes en estas historias, la escritora británica juega con sus argumentos de un modo que sorprende a su lector. A veces, como en El autobús acuático, porque tardamos en ver la conexión de lo que nos está contando con la Navidad. En otras ocasiones, como en La isla, porque combina elementos conocidos y otros imaginados de la vida de Jesús y de la Virgen de un modo que no sabemos cómo interpretar hasta que la clave final hace encajar todas las piezas.
En coherencia con una de las vetas más fértiles del género navideño, la mirada de Agatha Christie reposa también en el compromiso con los más necesitados, como en Promoción aprobada en las alturas, que sorprende por la identidad de sus protagonistas, unos santos que sienten que todavía no se merecen el cielo y que piden permiso para volver a la Tierra a completar su existencia con nuevas buenas obras. En otros casos, como en Un burro travieso, lo que parece un cuento infantil ‘de animales pensantes’ termina desembocando en la narración Evangélica, en la fuga a Egipto de la Sagrada Familia.
Pero hay dos cuentos especialmente emocionantes por el modo original como la escritora interpreta el sentido profundo de la Navidad, que conectan tanto su dimensión religiosa como la meramente humana. En El autobús acuático, ya citado, asistimos a los devaneos de una mujer que quiere tener una relación más humana, más empática, con los que le rodean, pero no sabe cómo lograrlo. “A la señora Hargreaves no le gustaba la gente y no había nada que se pudiera hacer al respecto”, nos cuenta la escritora. Pero no estamos ante una reedición del Mr. Scrooge de Dickens, sino ante su reverso. Ella intenta querer a los demás “porque era una mujer de altos principios y muy religiosa que sabía muy bien que uno tiene la obligación de amar a sus semejantes”, pero a lo más que llegaba era a la simulación. “Sencillamente no podía sentir lo que se suponía debía sentir”. Sin embargo, en el autobús acuático se encuentra con una figura enigmática que inspira una no menos misteriosa transformación.
En cambio, en Un fresco atardecer, asistimos a una mirada crítica sobre la devoción religiosa. La señora Grierson no deja de rezar y acudir a la Iglesia para que Dios obre el milagro de volver normal a su hijo, un niño con retraso mental que, sin embargo, es feliz tratando con los pequeños bichos con que se encuentra.
El siguiente diálogo, que reproduce una discusión entre Janet Grierson y su marido, tras pedir éste a su esposa que acepte la realidad del niño, puede dar una idea del tono del relato:
-Yo no soy como tú, Rodney. Yo no me rindo. Ahora mismo vuelvo a la Iglesia a seguir rezando.
-Rezas demasiado.
– ¿Qué quiere decir eso de rezar demasiado? Yo creo en Dios, ya lo sabes. Creo en él. Tengo fe. Y la fe puede mover montañas.
-No puedes darle órdenes a Dios, Janet.
– ¡Esa sí que es buena!
El comandante Grierson hizo un gesto de impaciencia.
-No creo que sepas qué es la fe.
Lo más sorprendente de los relatos de Estrella sobre Belén y otros cuentos de Navidad es su capacidad para descolocarnos al tiempo que nos resitúan en una longitud de onda que no sólo es sabiamente humana sino, al tiempo, perfectamente coherente con un entendimiento limpio de la religiosidad evangélica. Lo que no es tan sencillo de encontrar ni siquiera en un género tan frecuentado por tantos escritores de renombre como este.