Nadie dudará nunca que la extensa e incomparable obra del ruso León Tolstói, su impresionante legado literario, ha quedado grabado para la inmortalidad. El autor de Guerra y Paz y de Anna Karenina pensaba que narrar era una manera de vida y un camino a la realización personal; las cosas sucedían y había que contarlas. Por eso escribió hasta el final de sus días novelas, cuentos y dramas en defensa de sus ideas. Sus temas son los grandes conflictos que invaden su alma. Su ansia de amor y justicia, que tanto sufrimiento le produciría a lo largo de su vida, lo llevará por un contradictorio sendero en busca de la ansiada perfección moral, predicando en sus obras el bien y la justicia. Tolstói buscó de manera insaciable a Dios a lo largo de toda su vida. Surge así, el tema de la muerte a lo largo de su obra con una constancia obsesiva, convirtiéndose en una de sus preocupaciones fundamentales.
“No he conocido ningún hombre tan bueno como yo. No recuerdo haber actuado una sola vez mal en mi vida. Y, sin embargo, nadie me quiere. Es incomprensible”. Lejos de tratarse de un desnortado adolescente propenso a compadecerse de sí mismo, el hombre que consigna semejante afirmación en sus Diarios es nada menos que Lev Tolstói, uno de los genios mayores de la narrativa universal. En esas escasas líneas, el gran Tolstói, el hombre cuya silueta de coloso se proyecta sobre la historia de la literatura en virtud de un puñado de obras inmortales, permite que asome una vertiente de su carácter que nos sume en una momentánea perplejidad. Sin duda, resulta desconcertante que alguien pertrechado de su capacidad de escrutinio en la naturaleza humana y de un talento inmenso para la creación de personajes adornados con una profusión de matices psicológicos que sigue maravillando a los lectores de hoy se tuviera, en lo que a su propia trayectoria moral se refiere, en una consideración tan elevada. Ello nos persuade de la conveniencia de, en este caso particular, y en la medida en que ello resulte posible, distinguir al hombre que abrazó la pretensión de hacer de sí mismo un santo en vida, del escritor que nos ha legado una obra inconmensurable.
Al filo de los cincuenta años Tolstói era lo que hoy llamaríamos un triunfador. Alcanzada la gloria literaria con la publicación de Guerra y paz, había logrado hacer fortuna, era dueño de una gran hacienda y había formado una familia tras casarse, a la edad de treinta y cuatro años, con Sofía Behrs, una muchacha dieciséis años más joven que el escritor. Sin embargo, a los deslumbres de esta vida exitosa no le corresponde un estado de plenitud interior. A mediados de la década de 1870, el creciente sentimiento de insatisfacción, decepción y zozobra que con tanta frecuencia lo embarga acaba desembocando en una tremenda crisis existencial. De golpe, toda su vida anterior se le aparece desprovista de sentido. La idea del suicido empieza a rondarle. Se aventura entonces en un tortuoso camino de búsqueda de la perfección espiritual en el que difícilmente le será posible escapar a las múltiples contradicciones entre el ideal que se propone (un régimen de vida sencillo, de austeridad y trabajo manual, al estilo de los campesinos rusos, aromatizado con el perfume de la no violencia, la castidad y un amor de inspiración evangélica hacia sus semejantes) y la realidad de un carácter turbulento y de una existencia plagada de desprecios hacia quienes se hallan más cerca de él, muy singularmente hacia su esposa.
Esta tensión interior, que debemos suponer constituyó para Tosltói una fuente inagotable de sufrimiento, se proyecta en una obra donde son frecuentes los personajes sometidos a conflictos que rebasan su capacidad de hacerles frente: seres enfrentados a las tentaciones de la carne y a las mil fragilidades del espíritu, a la codicia, el orgullo y el ansia de dominio sobre los demás, en el curso de una batalla, siempre en los límites de lo humanamente soportable, acerca de la cual no podemos dejar de pensar que era el propio escritor quien la estaba librando a cada instante de su vida. Es en los cuentos que recorren toda su obra (desde 1850 a 1910) donde mejor queda plasmado el drama de unas almas escindidas entre la altura de su anhelo y las limitaciones de sus pobres fuerzas humanas. Aflora en estos relatos lo mejor y lo peor de la condición de cada uno de los personajes. En conjunto, traslucen una visión de la existencia humana sostenida por el ansia de lo trascendente y en la que, de manera inevitable, el tema de la muerte pasa a ocupar un lugar preponderante.
Precisamente, La muerte de Iván Ilich es, de entre todos sus relatos, aquél en que de una manera más desnuda y poderosa la muerte se erige en protagonista absoluta del drama. En las páginas iniciales, al lector se le pone en antecedentes de lo que ha sido la trayectoria de este juez de provincias, pendiente en todo momento de procurarse los medios con los que llevar una vida “agradable y decorosa”, y que justo en el momento en que parece instalado en la despreocupación de una existencia apacible y desahogada comienza a experimentar los síntomas de la enfermedad que habrá de causarle la muerte.
A lo largo del relato quedan plasmadas las sucesivas fases del proceso que va atravesando el protagonista: la cólera y el rechazo iniciales, el estupor ante las evidencias de su declive físico, el dolor que va en aumento… y junto a ello, agravando los padecimientos propios de la enfermedad, la constatación de la mezquidad de algunos de sus seres más próximos (“Haciendo un esfuerzo, la hija se sentó a escuchar aquella lata, pero no aguantó mucho. Tampoco la madre resistió hasta el final”), así como la lúcida conciencia del aislamiento al que está siendo arrastrado el enfermo: “Era imposible engañarse: algo terrible, nuevo y tan importante como nunca le había ocurrido en su vida, se estaba produciendo en él. Y únicamente él lo sabía; todos cuantos le rodeaban no comprendían o no querían comprender y pensaban que las cosas seguían como antes”.
Esta renuencia a aceptar la muerte, unida a la disposición a ponerse en manos de la medicina con la esperanza de encontrar un remedio a lo irremediable (lo que de paso aprovecha Tolstói para situar la profesión médica bajo el prisma de su sátira), sitúan el relato en un contexto indudablemente moderno. En última instancia, el protagonista reacciona ante la inminencia de su propio final como seguramente lo haríamos también nosotros. Y es a partir del instante en que Iván Ilich asume la verdad de los hechos cuando el personaje adquiere su auténtica grandeza. Es la muerte, la conciencia de que la vida toca a su final, y a un final agónico que se prolonga durante varios días entre terribles padecimientos, lo que va a revestir a este oscuro juez de provincias de una dignidad inesperada. “Vivir al borde de la muerte debía hacerlo él solo, sin nadie que le comprendiese y compadeciera”, refiere el narrador. En la soledad de este misterio el personaje se engrandece. Toda su existencia aparece de improviso perfilada bajo una luz nueva. La verdad que se le revela- cuando ya no hay margen para corregir el pasado, para enmendar los errores ni desandar el camino que le ha llevado a desperdiciar su tiempo en un existir vacío de sentido- resulta tan implacable como en último término necesaria. Necesaria para que el personaje alcance a saber quién es. Y para recordarnos, antes de que sea demasiado tarde, que puede haber un Iván Ilich dentro de cada uno de nosotros.