Ya en los clásicos, en su intento por transcribir el sentido común partiendo del conocimiento del alma humana, se prevenía contra la turba: “La muchedumbre es fácil de guiar y puede ser movida por la más pequeña fuerza. Por eso sus agitaciones ofrecen una prodigiosa semejanza con las olas del Mar” (Polibio). Esa fuerza incontenible, furiosa, es la que disecciona Douglas Murray en su último ensayo: La masa enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura.
El subtítulo de la edición española ya anticipa que el libro del británico Murray se apresta a la batalla. En concreto, se zambulle sin yelmo en las denominadas guerras culturales, esa trinchera donde las escaramuzas ya no se libran en torno a la economía, la nación o la clase social, sino a las identidades colectivas definidas por el color de la piel, los genitales o las preferencias amorosas en la alcoba.
De ahí que el libro –cuya versión inglesa se ha reeditado con un nuevo epílogo tras la agitación veraniega provocada por la intolerable muerte de George Floyd y las violentas protestas del Black Lives Matter– se articule en cuatro capítulos claramente delimitados: homosexualidad, feminismo, raza y transexualidad.
Murray recorre esos cuatro ámbitos candentes con una mezcla de reportaje y crítica ideológica. Documenta de manera exhaustiva –con ejemplos casi siempre del ámbito anglosajón– innumerables casos de cómo los identitarismos posmodernos van ganando terreno en la conversación mediática, en las universidades o en Silicon Valley. Ahí es donde su preocupación –partiendo desde los postulados del liberalismo clásico– emerge con más fuerza: las amenazas a la libertad de expresión y de pensamiento, los linchamientos mediáticos, la intolerancia de la cultura de la cancelación o la disolución del individuo en el magma de lo colectivo.
La postura del libro, por tanto, es nítida: contraria a lo que califica como una “nueva religión”. Murray se opone al activismo woke, denuncia las “identity politics”, argumenta contra el victimismo perpetuo y desnuda las contradicciones de la interseccionalidad. Para Murray, la interpretación del mundo a través de la lente de la “justicia social” supone “el esfuerzo más audaz y completo desde el final de la Guerra Fría para crear una nueva ideología”.
Una ideología que, según él, tiene su origen en los pensadores franceses del post-68 y ha pasado de ser una oscura tendencia en los departamentos universitarios de Humanidades a convertirse en etiqueta de respetabilidad, obligatoria, mainstream. Una suerte de nuevo moralismo que invade los medios de comunicación, la industria del entretenimiento, el deporte profesional o las grandes corporaciones.
La valentía de Murray –más allá de que se pueda compartir su crítica a la izquierda posmoderna identitaria– radica en haberse arremangado para compendiar, primero, y reflexionar sin temor, después, sobre asuntos tan potencialmente explosivos en el mercado de las ideas. Algo que considera irrenunciable en estos tiempos relativistas en los que, como explica, “fingimos saber cosas que no sabemos y fingimos no saber cosas que sabíamos hasta ayer”.
Las masas se han vuelto locas. Basta con seguir las redes sociales o los medios de comunicación para ser testigos de la histeria colectiva en la que se ha convertido el debate político. Cada día alguien nuevo clama que algo le ha ofendido: un cartel que cosifica, una conferencia que debe ser censurada, una palabra que degrada. Vivimos en la tiranía de la corrección política, en un mundo sin género, ni razas ni sexo y en el que proliferan las personas que se confiesan víctimas de algo (el heteropatriarcado, la bifobia o el racismo). Ser víctima es ya una aspiración, una etiqueta que nos eleva moralmente y que nos ahorra tener que argumentar nada. Pero como nos recuerda Douglas Murray en este polémico libro que ha sido menospreciado por la izquierda biempensante y que se ha con – vertido en un fenómeno de ventas sin precedente en el Reino Unido: «La víctima no siempre tiene razón, no siempre tiene que caernos bien, no siempre merece elogio y, de hecho, no siempre es víctima». Con un estilo provocador y una estructura argumentativa sin fisuras, el autor trata de introducir algo de sentido común en el debate público, al tiempo que aboga con vehemencia por valores como la libertad de expresión y la serenidad actuales.