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Reseñas
literarias
Emilia Pardo Bazán

La gota de sangre

por:
Jesús Beades
Editorial
Siruela
Año de Publicación
2023
Categorías
Sinopsis
Emilia Pardo Bazán se adelantó a todas las grandes damas del noir y fue pionera en nuestro país en el cultivo de la literatura detectivesca: antes de la publicación de La gota de sangre en 1911, no había en España referente alguno de un género que ya triunfaba en otras latitudes. Como certeramente señala Alicia Giménez Bartlett en el prólogo a esta edición: «Sin duda el trazo principal de este texto es la originalidad. Nos encontramos frente a una doña Emilia que subvierte todos y cada uno de los estereotipos del género. Se las compone para que el detective ocasional sea al tiempo un sospechoso de cara a los agentes de la ley: policías y jueces. Pero no solo eso: suplanta a la policía, les da órdenes, les escamotea información y es él quien impone el ritmo y las pausas de las pesquisas. Finalmente, sin despeinarse demasiado, toma las riendas de la investigación, participa en ella activamente y, a escondidas de los agentes del orden, resuelve el crimen. Justamente en la resolución del crimen es cuando la autora ejecuta la pirueta más llamativa. ¿Resolución del caso implica detención del culpable? No pienso destriparles el desenlace. Solo les diré que, tal y como es prescriptivo, todo cuadra y, a su modo, la justicia resplandece».
Emilia Pardo Bazán

La gota de sangre

«Sin duda el raudal de aire de la calle de Alcalá, el aspecto de normalidad de las cosas que me rodeaban, el golfillo de siempre ofreciéndose a avisar al simón, las mismas desarrapadas hembras brindándome, enronquecidas, los diarios, los tranvías ya espaciados, la gente dispersándose entre un mosconeo de conversaciones humorísticas, desgarradas, achuladas, me devolvieron a la cárcel de la realidad vulgar, engendradora de tedio. Por unos minutos se me había figurado que algo extraordinario pasaba cerca de mí, produciéndome comezón novelesca. La hora en que me dominó tal impresión no era una hora de fastidio, sino de exaltación inquieta y a calenturada. ¡Qué hervor y qué devaneo, por el arrebato de ira de un señor cualquiera, por una gotezuela de sangre que pudo saltar de las narices! Desgraciadamente, la mayor parte de las cosas tienen siempre explicación vulgar y prosaica, y la vida es un tejido de mallas flojas, mecánico, previsto: nada romancesco lo borda».

Este fragmento de La gota de sangre, editado ahora por Siruela, como si fuera pieza de tela exhibida en mostrador, bastaría para recomendar la novelita –o cuento largo, son sesenta y tantas páginas–. También para lamentar que no hubiera continuación, como parece adelantarnos en la última página, al modo de las sagas de Conan Doyle, Chesterton o Agatha Christie. El señor Selva no tiene nada que envidiar a Holmes, al Padre Brown o a Poirot. Tiene la cualidad analítica de aquel, la guasa tranquila de este y la compasión humanitaria del párroco. Quizá a quien más se asemeja de los tres mencionados es al cura detective, pues lo más notable del librito no es su trama, harto sencilla, ni sus mecanismos físicos o psicológicos de deducción, sino esa como bonhomía guasona que emana de sus diálogos y pensamientos. Cierto es que el matiz de mundanidad displicente, de inalterable pulso ante la acusación de asesinato tiene más aguijón –tono pasivo-agresivo, diríamos hoy– de lo que el humilde sacerdote sería capaz de exhibir. En eso se parece más a Hércules Poirot y su plácido bigote engomado en un balneario donde se toman las aguas. Es una verdadera lástima, por tanto, no contar hoy día con una coleccioncita de veinte o cincuenta historias como ésta para mejor pasar las tardes de invierno.

El estilo es el libro

El estilo es el libro, que dijo aquel, y doña Emilia nos ofrece bellezas tales como el verbo siguiente: «soy muy sensible a los perfumes, y, si no me dan jaqueca, al menos me encalabrinan los nervios y me producen una excitación malsana». O esta descripción, levemente picante, de la sospechosa: «Sus ojos eran flechadores y ojerosos, y, al ensalzar sus encantos, más o menos íntimos, se solía detallar su pie, muy arqueado y estrecho. Lo que tenía yo presente era la boca, cruenta en el rostro descolorido. Aquella boquirrita bermeja me había sugerido, en ocasiones, ideas no muy santas». La supuesta lubricidad de la autora, tan comentada en lo biográfico (¡qué pesados todos con el folgar de don Benito!), se muestra en esta empatía capaz de encarnarse en el detective aficionado, desde una perspectiva masculina, sin asomo de impostura o exageración. Con sus gotitas de crítica social, de comprensión de la «perdida» con piso puesto, pero también con cierta mofa hacia sus ardides de seducción. Hay en su tono un equilibrio entre la elegancia, la ironía y una levedad muy de P.G. Wodehouse –pero aun así no exenta de moralidad– que nos lleva a lamentar la brevedad del librito.

La mejor escribana…

…echa un borrón. Como andaluz no he podido evitar un rechinar de dientes y un «¡vaya por Dios!» al tener que leer las declaraciones de un empleado de banca malagueño, en las que se alternan incomprensiblemente el ceceo y el seseo. Primero se nos anticipa: «En su ceceo, en su habla graciosamente contraída, revelaba ser paisano del muerto». La condescendencia de tildar, por defecto, de graciosa la modalidad de habla andaluza no anticipa nada bueno. Habla a continuación este Durán: «–Eze crimen poco tiene que averiguá… El criminá es Zelva; ¿quién va a ze?». Imaginemos de inmediato a Tico, el ratón compañero de Rígodón en los fantásticos dibujos animados de Willy Fogg. Pero el desagrado continúa con el brusco giro dialectal, completamente inmotivado: «–Venía a vese a consultarme, porque yo conosco a to Málaga y a toa la gente de negosio de aquí». Y continúa ya con el seseo, añadiendo incluso un «uté», un «diretó» y un «al jabla», que erizan los pelos del cogote hasta a los más fieles espectadores de Canal Sur. Me pregunto, no puedo evitar preguntarme: ¿cómo transcribiría doña Emilia la aspiración de plurales y las contracciones de su amante canario? Con todo, estas torpezas no estropean el relato, que sigue su curso con gallardía y viveza.

Edición entusiasta

Aparte de la belleza editorial de tapa dura, el prólogo de Alicia Giménez Bartlett es de los que me gustan: poco farragoso en la exhibición de conocimientos eruditos y muy entusiasta y personal en la expresión. Comienza nada menos que así: «siempre he pensado que doña Emilia Pardo Bazán estaba como una cabra, o debería decir: como una maravillosa cabra». No podría haber comenzado con una mejor captatio benevolentiae, para mi gusto. Hace, en un párrafo sólo, la mejor semblanza de la Pardo Bazán que he leído, mejor que en muchas hagiografías de corte feminista, y sin dar la matraca ideológica habitual: «Doña Emilia era simpática, divertida, inteligente y libre como un pájaro. Gracias a esa libertad, basada en que las opiniones ajenas sobre su persona le importaban un pito, pudo permitirse escribir lo que se le antojaba y subvirtió muchas normas y no pocos prejuicios». Habría que añadir «y gracias a que era noble y rica». (Me permito recomendar, a este respecto, un hilo de Twitter que es una joya de expresión coloquial y compendio biográfico, y que bien podría estudiarse en los bachilleratos).

La valoración que hace la prologuista de la prosa de este relato es similar al nuestro: «la elegancia del estilo, la precisión de cada término, la recuperación de un castellano que, siendo antiguo, palpita de vida y gracia. Les confesaré que eso me ha puesto en el fondo de mal humor. Leyendo este texto nos damos cuenta de que nuestra lengua no ha evolucionado sino que se ha empobrecido. Muchas palabras ya no se usan y han sido sustituidas por absurdos anglicismos. Los giros sintácticos se han simplificado hasta el extremo, la musicalidad de las frases ya no se considera como un valor de la prosa…». Pese al pesimismo cronológico (pensar que todo va siempre a peor), es una forma de elogio inverso, una manera de decirnos que la prosa de Pardo Bazán es exquisita. No podemos estar más de acuerdo.