He vencido mi resistencia a leer algo escrito por una Yoko. La Yoko primigenia, la protoYoko uno punto cero, aún protagoniza las pesadillas de muchos de nosotros, beatlémanos o no, con sus alaridos desafinados (¿puede un alarido estar desafinado? Sí, puede) y su cara en blanco y negro de perro pekinés despeluchado. Así que esta otra Yoko parte con desventaja para mí, y seguro que para más gente. Si esta introducción le parece frívola, piense en ese nombre que usted descartó para ponérselo a su hijo porque era el de un ex-novio de infausta memoria. Las manías son involuntarias.
No obstante, he seguido adelante por vergüenza torera (ustedes me esperan siempre en esta página con ilusión) y porque Tusquets me ha dado grandes momentos en la vida, empezando por las Radiaciones de Jünger. Y lo que me he encontrado se parece bastante a la experiencia Murakami, y no solo por los nombres en japonés, que tan cultos y cosmopolitas nos hacen sentir como lectores. Ya lo explicamos en su día: Murakami es agradable como una manta de pelito en una tarde de invierno en el sofá, pero no es rock & roll, que diría un cocinero posturero, sino un suave vals al piano para poner de fondo junto al fuego. Es una literatura que agrada aunque no conmueva, que es bonita aunque no deslumbre. Defendí en su momento que lo mejor no es enemigo de lo bueno. Lo bueno es bueno, lo agradable es agradable. No todo el mundo puede ser Tolstoi, aunque muchos intentan ser Paul Auster.
Cuando en la novela de Ogawa empiezan las referencias al béisbol no puede uno evitar decirse: ¿Otra vez? ¿Otra tipa queriendo ser Paul Auster? La literatura del neojerseíta (brooklynita de adopción) está cuajada de béisbol; su pasión es conocida y como autor la emplea para poblar un paisaje nostálgico, un recorrido vital, y también para expresar aquello que pertenece a la intimidad y que solo sabemos nombrar por medio de símbolos: el cogollo, ese centro o corazón de la experiencia donde localizamos la felicidad, y que casi todo el mundo ubica en la infancia. En esta novela, sin embargo, hay un aluvión de referencias al béisbol y no nos interpelan igual que en Auster. Es cierto que el lector español no comprende del todo esta pasión deportiva, y quizá un cubano lo lea de forma distinta. Pero en la literatura de Auster tiene carácter poético y aquí apenas nos conmueve, o quizá se le nota demasiado que en Japón el béisbol es un deporte adoptado, posterior a la II Guerra Mundial, debido a la presencia de norteamericanos, y no dejamos de sentirnos como cuando escuchamos cantar bulerías al Cartero de Osaka. Está muy bien, pero no. Murakami adolece también de esta imaginería vicaria o prestada. Esta querencia yanki, por así decir. Aún así, entendemos que en la novela se quiere utilizar el béisbol como hilo conductor que nos confronta el presente del niño protagonista con el perpetuo pasado del viejo profesor que tiene problemas de memoria, y crear con ello un juego de doble velocidad, o doble luz, sobre el tiempo transcurrido. El problema es que vemos todo el tiempo la intención y no deberíamos verla, solo dejarnos llevar sin que pensemos que hay un recurso literario en marcha.
La crítica no es solo blanco y negro. Yo he leído con gusto esta novela, con el mismo gusto suavón y agradable con que leo a Murakami (incluso un poco más flojo el sabor aquí), pero, quizá por la maldición del crítico –que ya casi no puede leer o ver nada sin pensar qué va a decir luego– de vez en cuando pensaba “uy, esto está regular nada más”. Por ejemplo: de los tres protagonistas, el viejo profesor con problemas de memoria, su asistenta doméstica y el hijo de ésta, es ella la narradora y la que trufa la narración de reflexiones sobre la “belleza de las matemáticas”. No dudamos de esta belleza, incluso los que somos “de letras puras” hemos experimentado alguna vez el placer de entender un planteamiento y descifrar un problema matemático. Pero transmitirlo en literatura es muy difícil. En esta novela se consigue a medias; a veces lo que entusiasma al profesor son simples cuestiones de numeración, la relación de los números primos entre sí, las propiedades de este o aquel número, series… Hasta ahí todo bien. Pero, de pronto, nos calza la señora una reflexión sobre fórmulas matemáticas, que ha leído en la biblioteca pública, y que a este humilde lector dejó un tanto mareado. El problema es que no resulta verosímil. Con temor a sonar clasista, me atreveré a decir: ¿cuándo una empleada doméstica, que nos has dicho que trabaja desde los diecinueve años, madre soltera, escribe con esa apreciación sobre las matemáticas? Es más, su estilo es siempre atildado, tirando a cursi, en una elaborada prosa de corte poético que más parece un ejercicio de estilo de la autora que el discurso de una persona real que friega los baños y hace de comer. Si nos hubieran dicho al principio que dejó colgada la carrera de Historia o de Ingeniería, por quedarse embarazada, o que era una lectora empedernida, habría justificación para este tono. En el caso de Amelie Nothomb y su Estupor y temblores, ella friega váteres, sí, pero es una mujer culta y educada en ambientes diplomáticos (la narración es medio biográfica) y nada nos choca en su estilo. Así que, para disfrutar esta novela, hemos de suspender la incredulidad en este aspecto. Una vez esquivado este escollo podemos leerla con sumo gusto. Como un ejercicio de estilo y un experimento que, si bien no es un éxito, si depara momentos de interés humano, de cálida sorpresa y ciertas reflexiones muy sutiles. Tampoco es poca cosa.