Aún tenía la tinta fresca la última novela de Felipe Benítez Reyes y ya tenía las guardias organizadas para que el mensajero no pasara de largo. Me impacientaba porque en la sinopsis veía cierta similitud con su Mercado de espejismos, que me encantó. También porque el asunto de la conspiranoia –unas veces desde dentro, otras desde fuera– siempre me ha interesado. Y, por último, porque estaba seguro de que aparecería Íker Jiménez, cuyos programas fueron un pilar de mi visión del mundo cuando aún tenía visión del mundo. Y, efectivamente, aparece. Y de él se dice, por ejemplo, que es “siempre cauto con respecto a las aseveraciones ajenas”.
Según recuerdo de aquellas madrugadas escuchando Milenio 3, Íker Jiménez no es propiamente un conspiranoico, aunque sí el padrino de muchos ellos. Frente a los micrófonos en penumbra de la SER, mientras él –me imagino– asentía gravemente, se hilvanaron complots catedralicios, contubernios globales sobre los que, como suele ser habitual, no había pruebas, tampoco dudas.
Por otra parte, dado que la novela se sitúa en el contexto de la actual pandemia, era forzosa su aparición porque al principio, cuando algunas mentes adormecidas –mano en el pecho– ninguneaban el virus, Íker oteaba y pregonaba la calamidad. Y acertó, y fue de los pocos. Apenas él y ese cirujano que moldea a la gente como si fueran de plastilina. Bien puede ser que le pasara como al reloj parado que, aun así, da la hora exacta dos veces al día, pero lo cierto es que dio en el clavo y eso le ha investido de un aura de clarividencia al que, sea por los extraterrestres, las psicofonías o las manchas de humedad con cara de señora, no estaba acostumbrado.
Y es natural que haya sucedido en este, pese a todo, año del Señor de 2020, durante el cual la sensatez no ha hecho más que encadenar descalabros. Los “oficialnoicos”, como se les llama en la novela, han tenido una incontestable mala racha. Es más, la opinión del más oficial de los oficialistas, nuestro abrazable Fernando Simón, tiene un porcentaje de acierto parangonable al de mi vecino, o al del perro de mi vecino. Así, en una realidad inasible e inarticulada que se pitorrea de los expertos, es momento propicio para una tertulia como la que retrata Benítez Reyes.
Son cinco y, aunque cada cual con sus obsesiones, comparten la tendencia a “conceptualizar algo que es palmario y a la vez indemostrable”. Se reúnen en algún bar gaditano y se les va calentando el órgano silogístico hasta que la evidencia cae como fruta madura. Es esa locura lógica, simétrica, clausurada de la que hablaba Chesterton. Tiran y, como el mago, van sacándose pañuelos de la boca, perfectamente anudados entre sí. Uno lleva a otro, y a otro, y a otro… Hasta que, al modo de las vías tomistas, acaban remontándose sin remedio a la trinidad maléfica: Bill Gates, George Soros y, en la cúspide, como no podía ser de otra forma, un signo de interrogación sobre una silueta sombreada.
En su mayor parte, la novela está constituida por los apuntes sobre las reuniones de uno de los conspiranoicos, con lo que la acción y el movimiento escasean. Los personajes apenas actúan; son espectadores de la vida, elucubradores. Esa parálisis facilita, por otro lado, que Benítez Reyes radiografíe con tranquilidad los mecanismos del pensamiento conspiranoico. El género novelístico, tan hospitalario, acoge aquí un ensayo sobre qué tornillo está flojo, y sobre todo cuál está apretado en exceso, en esos órganos pensantes. Y si me apuran, diría que no sólo en el cerebro del conspiranoico, sino en el cerebro de cualquiera, en esa extraña y anubarrada víscera que, como se dice en un momento del libro, vive asustada de sí misma.