Usted podría haber ganado el Balón de Oro este año. Y yo, claro. Soy zurdo, bajito y llevo dos temporadas paseándome por el verde como un flâneur. Uno sólo sirve ya para sacar los balones parados. En lo esencial, las diferencias con el mismo de siempre —al que no dejarán descansar hasta agotar— son escasas.
Existe cierta unanimidad en torno a la injusticia de la decisión, pero que no merece la pena alzar la voz es algo en lo que también hay consenso. Para qué —pensarán los jugadores— si ya sabemos todos —y en los vestuarios lo comentarán— que este año bien podrían habérselo dado a Haaland. Y, ¿por qué no a Rodri? Porque nos falta márquetin. A Rodri, a usted y a mí.
Los siete anteriores podría merecerlos, pero este se lo han dado porque han vuelto a ponerle de moda. En su menudo cuerpo cada vez hay más tatuajes y, pasados los 35, sigue degradándose el pelo. El futbolista de hoy es indistinguible del número uno en Spotify. La distancia que nos separa a usted y a mí del Balón de Oro es una mansión en Miami. Nada de todo esto tiene que ver con el fútbol, no nos engañemos. Hemos asistido a la operación de rescate de un producto decadente. De París a Miami pasando por Catar, todo pagado a precio de Mundial.
El verdadero timo de la meritocracia está en el fútbol. Decir que es un negocio parece una boutade hasta que te toca. La remodelación del Bernabéu ha traído la reubicación de los asientos de mis primos —y de tantos otros— en la grada. Abonados desde hace casi tres décadas, tenían una ubicación privilegiada en el primer anfiteatro encima del palco presidencial. «En nuestros sitios han puesto asientos VIP», me comentó la última vez que fuimos juntos. A cambio, el club ha ofrecido un descuento del 50% para los próximos dos años. El precio es otro: su hijo ya no verá los goles del Madrid como los veían su abuelo, su padre y su tío juntos hace no tanto. Tampoco podrá levantarse unos minutos antes —como tantas veces hemos hecho otros primos— para bajar corriendo a las primeras filas y pedir camisetas apoyados encima del banquillo. Toda esa zona estará ahora más asegurada porque hombres de negocio —diferentes cada fin de semana— ocupan esos asientos para cerrar sus acuerdos con el fútbol como telón de fondo.
Decir que el fútbol es un negocio no es una boutade. Escribir un libro sobre ello tampoco. Requeijo pone palabras a todos estos sentimientos en Invasión de campo (Ediciones B) porque ha asistido atónito a la mercantilización de su pasión. Reivindica con nostalgia el inexplicable, pero cada vez más tímido, poder que el fútbol tiene de erizarnos la piel. La identidad de una camiseta, la incorruptibilidad del escudo, la pertenencia a una grada, las mismas caras los domingos, los cánticos legados y la transmisión de unos ritos distinguidos y distinguibles. Toda una simbología resquebrajada, vilipendiada y negociada por unas lógicas de mercado que han carcomido esos «árboles centenarios» que son —o eran— las gradas.
Este libro va de poner pie en pared. Es un grito ahogado que abre una puerta a la esperanza. Un empujón para cuestionar un modelo que no es inevitable. Requeijo repasa el éxito de alternativas como el 50 +1 alemán o el proyecto fan-led review que empodera al aficionado. Defiende el graderío de pie y las camisetas clásicas para las que un padre no tenía que hipotecarse en Navidad. Envidia también, y con razón, la movilización de algunas hinchadas inglesas para defender lo propio. Curtido en cientos de previas, reflexiona sobre la incoherencia de permitir la cerveza en los palcos y no en la grada. «No es por tanto una cuestión de seguridad, solo de pagar más», se explica.
Invasión de campo nos invita a la acción y a cuestionarnos cómo han podido quitarnos todo esto sin encontrarnos enfrente. Nos anima a negarnos a que la Supercopa de España se juegue en Arabia Saudí porque al aficionado del Osasuna no se la ha perdido nada en el desierto el enero que viene. Y nos recuerda que seguiremos emocionándonos cuando escuchemos a Carlos Martínez decir «otro centro lateral se prevé» y volvamos al momento en el que Carvajal asiste a Rodrygo y con el que padres, hijos y desconocidos se fundieron en un abrazo eterno.
Pero, por encima de todo, Invasión de campo es un grito de «Basta ya». Requeijo se ha plantado y bien haríamos usted y yo en cerrar filas con él. Si no nos van a dar el Balón de Oro que merecemos, por lo menos que dejen de joder con la pelota.