He aquí un libro que a quienes reivindicamos el esplendor de la cultura grecolatina como uno de los puntales de nuestra civilización nos sitúa en una posición un tanto comprometida. Y ello porque su autor, a través de una labor de arqueología histórica tan descomunal como impecable, nos pone ante los ojos el rostro más brutal de ese pasado. Desde las primeras páginas, Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña, catedrático de Historia Medieval en el CEU San Pablo, deja constancia de la incomodidad inherente a su indagación: “El historiador de la violencia, en tanto que notario de la iniquidad humana, aparece inevitablemente como portador de malas noticias, pues asume la ingrata tarea de revelar a una sociedad amnésica el hecho de que prácticamente no hay límites a la crueldad a la que el hombre puede someter a otros hombres. Pero ese es el desagradable objetivo de este libro: una memoria de la iniquidad en la civilización clásica, una de las culturas –si no la cultura- con mejor imagen en la memoria histórica occidental”.
A partir de este punto, el lector asiste a un despliegue de erudición debidamente compartimentada, tanto según el ámbito histórico y geográfico que se aborda (la Grecia arcaica y clásica y la antigua Roma) como de acuerdo a la variente que asume la práctica de la violencia (masacre, sacrificio humano, sadismo político, esclavitud, violencia sexual y violencia familiar). Este catálogo de horrores no tiene como propósito la mera pintura de un cuadro truculento. Antes al contrario, hay en el autor un interés por situar el rigor de las fuentes y datos que maneja muy por delante del efectismo descriptivo por el que tan fácil le hubiera resultado deslizarse. De ese modo consigue que nuestra atención no se desvíe de esta tesis medular: la violencia, en el mundo clásico, se hallaba en la base tanto de un poder que la utilizaba de manera sistémica para su expansión imperialista, como de una sociedad que la asumía como elemento consustancial de su acontencer diario.
La abrumadora presencia de esta crueldad, tantas veces gratuita e inhumana, choca con la imagen de grandeza y refinamiento que ambas culturas, la griega y la romana, siguen ostentando en nuestra conciencia. En ese sentido, y frente a la tentación idealizadora, Rodríguez de la Peña nos avisa de que toda cultura es compleja y de que, consiguientemente, es necesario un conocimiento profundo de las épocas pretéritas si deseamos hallarnos en situación de extraer alguna lección que nos resulte de utilidad para el presente.
¿Y cuál sería esa lección? En el caso de este libro, no se trataría de una, sino de varias, y todas ellas atestiguan no sólo el posicionamiento ético del autor, sino su singular perspicacia a la hora de diagnosticar, a partir de la constatación de una violencia estructural en el seno de las sociedades antiguas, la génesis de algunos de los episodios más sombríos de nuestro pasado reciente.
En primer lugar, el lector toma conciencia de que el grado de sofisticación alcanzado por civilizaciones como la griega y la romana, con sus incontestables logros técnicos, artísticos, políticos o legislativos, en modo alguno resulta incompatible con la existencia de un clima social que naturalizaba el abuso y la violencia contra los débiles hasta en sus niveles más ignominiosos. Muy certeramente, Rodríguez de la Peña concluye a este respecto que lo que el libro testimonia es “la constatación por parte del autor de la fuerte presencia en el mundo antiguo de ese fenómeno que Hannah Arendt catalogó brillantemente como la banalidad del mal. En efecto, si por banalización del mal se entiende la conciecia limpia de los asesinos y verdugos y la normalización rutinaria de la masacre, el sadismo, la tortura o la depredación, las culturas primitivas y del mundo antiguo entrarían de lleno en esta categoría”.
La segunda lección relevante consiste en el establecimiento de vínculos nítidos entre la extrema magnitud e intensidad que alcanzó la violencia en el mundo clásico, por un lado, y la institucionalización del terror que acontece en la Modernidad a partir de la Revolución francesa y la consiguiente aparición de las religiones políticas contemporáneas, por otro. El jacobinismo, al igual que hicieran el fascismo y el nazismo algún tiempo después, encontró un motivo de inspiración para una parte de su cruel desmesura en el imperialismo practicado tanto por la democrática Atenas como por la Roma más despiadada. Ahora bien –y aquí se hallaría el tercer aporte de peso-, no deberíamos perder de vista que estas ideologías genuinamente modernas –junto con el comunismo, que explota el mito revolucionario del Nuevo Comienzo- pudieron surgir y desarrollarse en los términos que lo hicieron porque se asentaban sobre el suelo de una civilización moral y espiritualmente derruida. La clave, por tanto, sigue estando en el nihilismo. El abandono por parte de Occidente de su herencia cristiana dejó un vacío que las ideologías llenaron de un utopismo deshumanizador que les sirvió de coartada para el despliegue de su voluntad de poder. Imperios de crueldad no es un libro para renegar de nuestro pasado, sino para alcanzar un conocimiento profundo de los abismos de iniquidad a los que puede descender el ser humano en ausencia de un sustrato de compasión que contrarreste, al menos en parte, sus instintos de aplastamiento y dominio. Sólo así lograremos identificar a la bestia y, de paso, reconciliarnos con la vertiente más luminosa de un legado que hoy, en pleno proceso de descomposición civilizatoria, vuelve a estar en peligro.