Del autor de «Adiós, señor Chips». Un levantamiento en Baskul obliga a un grupo de tres residentes británicos y uno estadounidense a huir de la India, pero su avión es secuestrado por el piloto, que se desvía del rumbo previsto y aterriza en una zona ignota de los confines del Tíbet. Los pasajeros, desconcertados, son conducidos al valle de Shangri-La, un maravilloso remanso de paz y belleza. ¿Son prisioneros o invitados? ¿Qué esconde este misterioso lugar que no aparece en ningún mapa? ¿Por qué han ido a parar ahí? Publicado en 1933 y llevado al cine por Frank Capra, «Horizontes perdidos» es un clásico imprescindible de las historias de aventuras y el origen de uno de los lugares más fascinantes de la literatura.
Varias décadas antes de que el budismo se convirtiera en una tendencia en Occidente -om mani padme hum- y el Dalai Lama en un potente icono pop, un best seller de aventuras hizo viajar al Himalaya a millones de lectores de todo el mundo. Fue el inicio de la fascinación por un territorio literario que después han recorrido otros -Hergé, Heinrich Harrer, Sylvain Tesson…-; un espacio geográfico transformado en epítome de espiritualidad, sabiduría, felicidad y belleza salvaje.
El comienzo de la novela tiene el sabor de los clásicos de aventuras coloniales de Kipling o Rider Haggard. Todo empieza en 1931 en Baskul, una ciudad ficticia en Afganistán, cuando una revuelta obliga a evacuar a la población europea. En el avión de un maharajá huyen dos diplomáticos ingleses, un americano misterioso y una misionera protestante. La nave tiene destino Peshawar, en Pakistán, pero pronto parece claro que se han desviado de la ruta. Cuando aterrizan de emergencia en un aislado valle tibetano, al pie de la majestuosa cordillera del Himalaya, todo apunta a que el libro va a convertirse en la clásica historia de supervivencia en un entorno hostil.
Pero James Hilton toma otro camino: nos conduce a Shangri-La («paso de montaña», en tibetano). Seguro que alguna vez han escuchado el topónimo, sinónimo de paraíso terrenal. En ese aislado monasterio convive una comunidad de lamas de origen muy diverso. Felices, aislados y congelados en el tiempo,rodeados de comodidades modernas y de sabiduría arcaica.
Para crear su ciudad de fantasía, descrita con un hermoso nivel de detalle, el autor se documentó en la venerable British Library, se inspiró en el diario de dos sacerdotes franceses, Evariste Regis Huc y Joseph Gabet -que recorrieron la meseta tibetana a mediados del XIX- y consultó algunos reportajes de National Geographic sobre una zona del mundo que por entonces seguía siendo un misterio. Que nadie busque precisión, claro: el principal mérito del autor es su capacidad imaginativa. Al avanzar por las páginas, uno intuye que Hilton se lo pasó en grande diseñando cada rincón del Valle de la Luna Azul, y ese espíritu de disfrute se contagia al lector.
Shangri-La, por otro lado, es sobre todo una herramienta para someter a los protagonistas a sugestivos dilemas morales, aunque las respuestas puedan parecernos hoy algo inocentes. Con distintos orígenes y visiones del mundo, los personajes, bastante bien trazados, reaccionan de forma diferente al atractivo que ofrece la remota lamasería.
El líder natural de los cuatro viajeros, por cierto, es el cónsul Hugh Comway. Permítanme que lo subraye, porque la ficción no suele dibujar a los diplomáticos como personajes resolutivos y dispuesto a la aventura, sino más bien todo lo contrario -ya conocen el tópico: orondos, bebedores, vagos y obsesionados por lo protocolario-. Entregado a su trabajo en el Foreing Office –«tras unos meses de permiso en Inglaterra, lo enviarían a algún otro lugar: Tokio o Teherán, Manila o Mascate; la gente de su profesión nunca sabía qué le esperaba»-, relativamente joven -treinta y siete-, culto, curioso y valiente, mi compañero de oficio es un Ulises contemporáneo, capaz de adaptarse rápido a entornos cambiantes y de aplicar su formación oxoniense a los desafíos del viaje.
Por su parte, la discreta señorita Brinklow, decidida a propagar la versión reformada de la Biblia por los rincones más aislados del globo, es un personaje entrañable que, por alguna razón, me imagino con la cara y los gestos de Katherine Hepburn.
La actriz, sin embargo, no participó en la adaptación al cine que hizo Frank Capra, uno de mis directores favoritos, en 1937. El guion plantea varios cambios sustanciales, pero el espíritu es el mismo que el del libro: aventura, exotismo e imaginación sin cuentagotas. Hablando de otro formato, el cómic, siempre he pensado que hay mucho de Shangri-la en Tintín en el Tibet, el fascinante clásico blanco de Hergé. Las dos tienen mucho en común un avión estrellado en el Himalaya, un monasterio tibetano escondido entre montañas, una dosis de mística oriental y una poderosa historia de amistad.
Cuesta creer que Hilton escribiera Horizontes perdidos en 1933, muchas décadas antes de que se inventaran los teléfonos móviles y el wifi. Su utopía –la felicidad a través de la desconexión– nos resulta hoy palpitantemente actual. Todos hemos encontrado Shangri-La alguna vez en algún sitio -en una isla caribeña, en una cima de los Alpes o en un pueblo del Mediterráneo, no importa-, y el factor común, creo, es que allí nos sentimos muy lejos de las preocupaciones cotidianas. Las inquietudes de los sombríos años 30, tiempos de crisis económica y prolegómenos bélicos, no eran, por lo demás, tan diferentes de las actuales.
Merece elogio, y ya acabo, la nueva edición de Trotalibros, que ofrece una limpísima traducción de Patricia Antón, una portada tan elegante como todas las suyas y, en el interior, unas atractivas ilustraciones de Jordi Vila. Si ya me había gustado la obra hace unos cuantos años, cuando la descubrí en el estante de una librería de viejo, ahora he disfrutado el doble mi viaje al Valle de la Luna Azul.