Nueva York ha supuesto para muchos escritores españoles un atractivo especial. Desde la poesía, donde un buen número de poetas le han proclamado constante admiración, igual la prosa con los testimonios de viajeros o habitantes dejando buena muestra de su experiencia en la ciudad. Fascinados por la Gran Manzana ya estaban García Lorca, José Hierro o Juan Ramón Jiménez, que se sumergía en la urbe como de toda la vida en una estupenda crónica poética: «¿Subterráneo? ¿Taxi? ¿Elevado? ¿Tranvía? ¿Ómnibus? ¿Carretela? ¿Golondrina? ¿Aeroplano? ¿Vapor? … No. Esta tarde hemos pasado New York ¡por nada! En rosa nube lenta».
Nueva York ya ha recuperado su actividad frenética. Puedo asegurar que las reservas en los restaurantes ya han vuelto y los pétalos de los cerezos en flor revolotean por todas partes. «Nueva York sigue siendo una tormenta de almas, un caudaloso río humano. Para entender ciertas cosas no hace falta idiomas, ni experiencia, ni memoria. Basta con abrir la ventana y escuchar el ruido de la bestia». Con esta imagen tan poderosa nos sitúa en sus Historias de Nueva York Enric González y con ellas nos introducimos en el género del libro, una gran crónica personal y sentimental, entre la ironía y la melancolía, entre el testimonio, autobiografía, libro de viajes y memorias.
En esta visión advertimos, constantemente, la profesión de González. Muchos de sus recuerdos están vinculados a compañeros con una mirada nada tópica, muy viva, mezclándola con los lugares que visita. Un enfoque diferente, antes y después de las Torres Gemelas. Es una ciudad de una actividad indescriptible: «Se vive entre alarmas, imprevistos y cabreos lo cual no alarga la vida, pero la hace más entretenida». Mientras recrea un mosaico de lugares: calles, taxis – «saben todo sobre actualidad mundial, no descansan nunca, son pedazos de historia viva y merecen tanto respeto como las ruinas de la Acrópolis» – bares, restaurantes -sin el tono de Jardiel Poncela, que fue a comer unos ‘huevos fritos a la española’ en Fornos-, cervezas en Hudson Street y hamburguesas en Corner Bistro, «quizá las mejores de Manhattan». Donde sí coincide con Jardiel es en reconocer al visitante porque camina asombrado «mirando hacia arriba la altura de los edificios». El mismo título va con preaviso, no quiere mostrar calles ni edificios, lo que le interesa es contar historias. González ama –confiesa- Nueva York, pero ya sabemos que no existe medida salomónica para equilibrar el amor. De ahí que sea una crónica diferente porque lo sentido es lo protagonista.
González se propone recoger sus sensaciones desde que pone el primer pie en tierra, por aquello de la frescura del impacto inicial. Lo primero, como todo hijo de vecino, es ubicarse entre la ciudad y entre sus habitantes. Desde el último piso de un rascacielos la ciudad es «un mar de edificios color plata como la piel de tiburón». Así es, una urbe tan arriesgada como los colmillos de ese escualo. Es en ese punto donde surge la primera reflexión. Si Vila-Matas, en Dietario voluble, se pregunta ¿en qué momento empieza la historia de un viaje?¿al facturar una maleta o cuando paras un taxi para ir al aeropuerto?», en Enric pienso que comienza cuando encuentra un espacio al que llegar, por fin, cada noche. Su casa. Un lugar que te acoja, sientas como un hogar aunque al abrir la ventana sigas escuchando «el ruido de la bestia». Porque no lo olvidemos, Nueva York es rápida e inaprensible, así que hazte pronto con todo el escenario: calles, instituciones, compañeros, medios, subterfugios, cócteles…
El libro, pues, se articula como un río con diferentes afluentes que forman el engranaje de esta ciudad cosmopolita. Como un cuadro impresionista combina paseos, arquitectura, reflexiones y detalles minuciosos que a otro le pasarían desapercibidos, pero no olvidemos que estamos ante uno de los mejores narradores de la actualidad, «lo importante es contar las cosas bien. Si encima eres el primero en contarlas, mejor». Observando cada resquicio, cada movimiento, como adentrándote en una selva a machete. En tierra de nadie, «lo poco que se mira la gente a los ojos» … Un relato trufado de pormenores porque merece la pena ir más allá de lo que ya conocemos por películas o postales. Es un canto a circunstancias cotidianas, encuentros fortuitos con la policía, el idioma, alquilar una casa- «en invierno no conviene tocar el botón del ascensor con el dedo desnudo porque la electricidad estática de la calefacción produce un calambrazo tremendo»- donde nos reconocemos. ¿Quién no ha sufrido alguna vez «cosas» que provoca el azar? Si quieren salirse de las recomendaciones típicas, háganle caso: «Recomiendo a mis amigos que dediquen, al menos, una jornada a Harlem. El gran mercado latino La Marqueta y algunas de las cosas más extraordinarias que pueden verse en el mundo. Recuerda a García Lorca y Poeta en Nueva York, que ya decía sobre Harlem: “Los dos elementos que el viajero capta es la arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia, en una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero cuando observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella trágica angustia».
Tiene la virtud de hablarte, con una locuacidad desatada, lo mismo de la mafia que de la hamburguesa preferida de Woody Allen. De los que construyeron Nueva York, «las seis divinidades mayores»: los Morgan (banca), Carnegie (acero), Vanderbilt (ferrocarriles), Astor (dios de la especulación inmobiliaria) Rockefeller (petróleo), Frick (dios del carbón), pero también de los que la destruyeron en aquel 11 de septiembre. A González acababan de destinarle a Washington como corresponsal. Al llegar, su casa era un hospital improvisado. No olvida la imagen de una mujer casi sin pies. «La chica de los pies deformados. 85 pisos en 15 minutos», en una carrera furiosa, hasta la calle, cargando a personas…
De ahí esa ambivalencia con esta ciudad. Ese amor y esa tristeza. El mejor mes para las epifanías neoyorquinas, junio. El final de la primavera, cuando se olvida la nieve, «y los neoyorquinos recuperan la calle y la brisa con aroma de mar de alquitrán y de savia nueva». Sin embargo, la epifanía de Enric es otra. Léanlo. En el reverso, la desolación que supone perder amigos y que marcó su tiempo allí. Ese es el «matiz» que impide ese amor absoluto. Su visión es muy desmitificadora con el recuerdo a quienes se fueron y a quienes se quedaron. Compañeros como Ricardo Ortega -muerto en Haití- Julio Anguita -un misil lo mató en 2003 a las puertas de Bagdad- y Juan Carlos Gumucio. «Murieron porque estaban en lugares incómodos y peligrosos. Lugares donde uno ríe mucho y donde se juega el físico». Enric González tenía que hablar de aquellos amigos, muertes que sigue lamentando cada día.