Enrique García-Máiquez no precisa presentación, menos aún por estos pagos. Quienes lo conocen habrán recibido sobradas muestras de su generosidad y cortesía, y quienes no lo conozcan, a la luz de sus escritos, podrán hacerse una idea. Y conocerlo… depende, pero leerle es casi inevitable, habría que meterse en una cueva para no hacerlo, tanto es lo que publica. Y esa productividad suya resulta engorrosa, porque cuando uno deja pasar alguno de sus textos, se queda con cierto resquemor, con la seguridad de haberse perdido algo bueno. Porque eso es lo más admirable de Enrique, su sostenida e indesmayable brillantez. Ya tendrá, en la soledad del taller, encasquillamientos y sequedades, pero para los que estamos al otro lado, a este lado de sus papeles, se diría que la musa lo lleva en volandas, cuando tiene algo que decir y especialmente cuando no.
Otro misterio: García-Máiquez demuestra la resistencia de un fondista, pero el estilo de un corredor de 100 metros lisos. Lleva una trayectoria maratoniana recorrida a base de esprintar. Lo bueno de la tortuga y lo bueno de la liebre. Es de suponer que entre arreones se tomará un respiro, un instante para recuperar el resuello, pero desde fuera no se nota, como las hélices de un helicóptero que desaparecen de tanto girar. Su obra, que empieza a alcanzar proporciones babélicas, aunque de una Babel diferente, una que se eleva y sigue elevándose a fin de postrase desde más cerca, está compuesta a base de un sinfín de breverías a modo de pequeños ladrillos. Artículos, columnas, diarios, aforismos… todo numeroso y bueno, y, al mismo tiempo, todo breve, condensado. Escriba lo que escriba, la tensión de las frases siempre delata al poeta agazapado tras la prosa.
Por eso sentí curiosidad cuando supe que preparaba un ensayo monográfico. Eso le obligaba a cambiar el paso y remansar el curso de su escritura, incluso a introducir pasajes de transición, necesarios para ciertos lectores que tienden al atragantamiento y que, por lo que sea, piensan que haberse bebido un libro supone un cumplido para el autor. Después comprobé que nada de eso. Se las había ingeniado para mantenerse fiel. García-Máiquez, a pesar de las 250 páginas que firma en esta ocasión, sigue siendo García-Máiquez. Pese a la extensión, pese a la unidad temática, impone en el lector la dinámica que más le favorece, la de los aforismos o la poesía: lee lento, relee, levanta la vista, rumia.
El segundo aspecto que me intrigaba, naturalmente, era el tema: el humor de Cristo. Nadie más adecuado que García-Máiquez, tan bendecido por el gozo, para iluminar la cuestión; pero, al mismo tiempo, nadie menos adecuado que el portuense, tan caído en la marmita de la ortodoxia, tan sólido, para atravesar esta fina capa de hielo, ya que, como constató san Juan Crisóstomo, en ninguna parte de los Evangelios se dice que Cristo riera. Sin embargo, el autor sale airoso, más, victorioso, quizá porque inicia la singladura amparado en el divino Cáliz. Se ciñe al texto evangélico, sin pegotes, sin contorsiones hermenéuticas, y aún así logra sorprendernos y acto seguido hacernos asentir. El humor de Cristo, ahora lo vemos, estaba, solo que nos había pasado desapercibido. Tal vez por la solemnidad un poco fúnebre con la que solemos enfrentarnos a los textos sagrados, teníamos, al menos yo, la mirada empañada. Estas glosas, y es lo mejor que se puede decir del género, aportan nitidez y nos espabilan.
Entre las características del humor, hay una que tiene especial relevancia porque vertebra el libro. Se trata del papel del receptor, o como él lo llama, «Humor es verlo». Según dice en otra parte, «el sentido del humor depende, más que en tener gracia, en saber verla». Y ese es justamente su mayor logro: la gracia con que mira y oye el autor, la perspicacia para señalar situaciones y contestaciones evangélicas que, vistas con ojos desempañados, resultan risibles, y ante las que Dios mismo, encarnado, cuando menos sonreiría. Claro que para ello a García-Máiquez no le queda otra que explicarlo, pero incluso ahí, en lo que serían las antípodas de la gracia, en la gracia explicada, Enrique tiene arte.
Tres ediciones ha conocido ya la obra. Esta última, asegura el ondeante colofón, «disminuida y aumentada». No será la última. Otras vendrán con nuevos cambios, aumentos y disminuciones; lo normal en un libro que está vivo y que, si hemos de fiarnos de sus frutos, ha agarrado en tierra buena.