Hay libros que están atravesados por una luz que no proviene del autor. No se trata de un robo al modo prometeico; tampoco que los autores sean poseídos como esos pobres que levitan e insultan al exorcista en latín eclesiástico. No. Lo que naturaleza no da, inspiración no presta: ha de partirse de algún talento u oficio por parte del agraciado. Puede que este haya escrito libros memorables y que lo siga haciendo en adelante, pero las historias a las que me refiero parecen haberle sido susurradas de principio a fin, y por eso descuellan en su producción. No son obras maestras, son obras iluminadas. Helena o el mar de verano de Julián Ayesta sería una de ellas. Gilead, mi propuesta de hoy, sería otra.
Marilynne Robinson debutó como novelista tarde, con 37 años, aunque lo más reseñable es que, tras aquel estreno, tardaría 24 años en publicar su segunda novela: Gilead (2004). Y resulta sorprendente hasta que uno la lee y comprende que era imprescindible un largo proceso de maduración, silencio, contemplación y espera, porque hay cosas que solo el tiempo suscita y esculpe. Maduración y, como decíamos, una luz que no es del todo suya. De hecho, las dos novelas posteriores, En casa (2008) y Lila (2014), siendo obras de mucho mérito, estiran con menos fortuna, o mejor dicho, con menos naturalidad, una palabra que le fue dada en Gilead y que le abrasó los labios.
La novela está constituida por la larga epístola que John Ames, un reverendo congreganacionalista –uno de los muchos apellidos de las iglesias calvinistas en EEUU–, escribe a su hijo, ya que, según los médicos, no lo verá crecer. Sus palabras son un intento de explicarle quién fue y cómo concibió el mundo. Pretende que esa carta sea él cuando él ya no esté. Y creo que lo consigue, porque Ames, incluso sin haber existido propiamente, está más entero que la mayoría de gente que me he cruzado hoy por la calle; más entero, desde luego, que yo mismo.
Lo que vertebra la trama son las relaciones padre e hijo. Y no únicamente la del narrador con su narratario, sino al menos otras cuatro, cada una con unos condicionantes muy diferentes, pero todas con reminiscencias bíblicas. Y por una parte es normal porque Robinson es una cristiana convencida, y por otra es inevitable porque lo que no está aludido en la Biblia no es humano.
Uno de los conflictos más espinosos que apuntan estas relaciones es la posibilidad, según la predestinación del muy risueño Juan Calvino, de haber concebido un hijo destinado a la condenación y ver cómo cada uno de sus pasos, sin que haya fuerza humana o divina capaz de evitarlo, se dirige en un solo sentido. Así, una de las preguntas que cruzan la novela es hasta dónde llega el perdón de nuestro padre en este mundo y, más definitivo aun, en el otro.
Y si en eso la novela es bastante calvinista, no lo es tanto en el tono general de Ames y su visión del mundo; pero quién sabe, porque a menudo da la sensación de que cada protestante es su propia iglesia. Lo digo porque, en contra de lo que cabría esperar, Ames tiene una sensibilidad maravillada que se deleita en la creación. El mundo no es el parque de atracciones del Diablo ni una sucesión de espejismos tentadores. Vale que hay mucho mal, muchas secuelas de la Caída, pero también y sobre todo, destellos del esplendor divino en la tonalidad azul libélula de una pompa a punto de estallar o en el jugueteo de una pareja enamorada tras la lluvia. Y esa es buena parte de la iluminación de la novela: su perspectiva poética. Intenta verlo todo con los ojos de Dios. Y es cosa conocida que Dios es un poeta.